jueves, 9 de agosto de 2012

Alexander Koyré: Galileo y la revolución científica del siglo XVII



Alexander Koyré
Estudios de historia del pensamiento científico.
Galileo y la revolución científica del siglo XVII [1]
La ciencia moderna no ha brotado perfecta y completa de los cerebros de Galileo y Descartes, como Atenea de la cabeza de Zeus.  Al contrario.  La revolución galileana y cartesiana –que sigue siendo, a pesar de todo, una revolución- había sido preparada por un largo esfuerzo del pensamiento.  Y no hay nada más interesante, más instructivo ni más sobrecogedor que la historia de este esfuerzo, la historia del pensamiento humano que traía con obstinación los mismos eternos problemas, encontrando las mismas dificultades, luchando sin tregua contra los misinos obstáculos y forjando lenta y progresivamente los instrumentos y herramientas, es decir, los nuevos conceptos, los nuevos métodos de pensamiento, que permitirán por fin superarlos.
Es una larga y apasionante historia, demasiado larga para ser contada aquí.  Y, sin embargo, para comprender el origen, el alcance y la significación de la revolución galileo-cartesiana, no podemos dejar de lanzar por lo menos una mirada atrás hacia algunos contemporáneos y predecesores de Galileo.
La física moderna estudia en primer lugar el movimiento de los cuerpos que pesan, es decir, el movimiento de los cuerpos que nos rodean.  Por ello es del esfuerzo de explicar los hechos y fenómenos de la experiencia cotidiana –el hecho de la caída, el acto del lanzamiento- de donde procede el movimiento de ideas que conduce al establecimiento de sus leyes fundamentales.  Y, sin embargo, no se deriva de él ni exclusiva ni siquiera principal o directamente.  La física moderna no debe su origen a la Tierra solamente.  Lo debe igualmente a los cielos.  Y es en los cielos donde encuentra su perfección y su fin.
Este hecho, el hecho de que la física moderna tenga su prólogo y su epílogo en el cielo, o más simplemente, el hecho de que la física moderna tenga su fuente en el estudio de los problemas astronómicos y mantenga esta unión a través de toda su historia, tiene un sentido profundo e implica importantes consecuencias.  Implica sobre todo el abandono de la concepción clásica y medieval del cosmos –unidad cerrada de un todo, todo cualitativamente determinado y jerárquicamente ordenado, en el que las partes diferentes que lo componen, a saber, el Cielo y la Tierra, es tan sujetas a leyes diferentes– y su sustitución por la del universo, es decir, por un conjunto abierto e indefinidamente extendido del ser, unido por la identidad de las leyes fundamentales que lo gobiernan; él determina la fusión de la física celeste con la física terrestre, que permite a esta última utilizar y aplicar a sus problemas los métodos matemáticos hipotético-deductivos desarrollados por la primera; implica la imposibilidad de establecer y elaborar una física terrestre o, por lo menos, una mecánica terrestre, sin desarrollar al mismo tiempo una mecánica celeste.  Explica el fracaso parcial de Galileo y Descartes.
La física moderna, es decir, la que ha nacido con y en las obras de Galileo Galilei y ha acabado en las de Albert Einstein, considera la ley de la inercia como su ley más fundamental.  Tiene mucha razón, pues, tal como dice el viejo adagio, ignórato motu, ignoratur natura, y la ciencia moderna tiende a explicar todo por «el número, la figura y el movimiento».  Realmente fue Descartes y no Galileo[2] quien por primera vez comprendió totalmente su alcance y sentido.  Y, sin embargo, Newton no se equivoca del todo al atribuir a Galileo el mérito de su descubrimiento.  Efectivamente, aunque Galileo no formulara explícitamente el principio de inercia, su mecánica implícitamente está basada en éste.  Y es sólo su duda en sacar o admitir las consecuencias últimas –o implícitas- de su propia concepción del movimiento, su duda en rechazar completa y radicalmente los datos de la experiencia en favor del postulado teórico que tanto le costó establecer, lo que le impide dar el último paso en el camino que le lleva del cosmos finito de los griegos al universo infinito de los modernos.  El principio de inercia es muy simple.  Afirma que un cuerpo abandonado a sí mismo permanece en su estado de reposo o movimiento tanto tiempo como este estado no esté sometido a la acción de una fuerza exterior cualquiera.  En otros términos, un cuerpo en reposo permanecerá eternamente en reposo a menos que sea puesto en movimiento.  Y un cuerpo en movimiento continuará moviéndose y se mantendrá en su movimiento rectilíneo y uniforme hasta que alguna fuerza exterior le impida hacerlo[3].
El principio del movimiento de inercia nos parece perfectamente claro, plausible e incluso prácticamente evidente.  Nos parece completamente natural que un cuerpo en reposo permanezca en reposo, es decir, permanezca allí donde está –donde sea- y no se mueva espontáneamente para colocarse en otro sitio, y que, converso modo, una vez puesto en movimiento, continúe moviéndose, y moviéndose en la misma dirección y con la misma velocidad, porque, en efecto, no vemos razón ni causa para que cambie una u otra.  Esto nos parece no sólo verosímil, sino evidente.  Nadie, creemos ha pensado de otro modo nunca.  Sin embargo, no hay nada de eso.  Realmente, los caracteres de «verosimilitud» y «evidencia» de que gozan las concepciones que acabo de evocar datan de ayer.  Los poseen para nosotros, gracias justamente a Galileo y Descartes, mientras que para los griegos, como para la Edad Media, habrían parecido –o han parecido- ser manifiestamente falsas, e incluso absurdas.  Este hecho no puede ser explicado más que si admitimos o reconocemos que todas estas nociones «claras» y «simples» que forman la base de la ciencia moderna, no son «claras» y «simples» per-se e in-se, sino en la medida en que forman parte de un cierto conjunto de conceptos y axiomas fuera del cual ya no son en absoluto «simples».
Esto, a su vez, nos permite comprender por qué el descubrimiento de cosas tan simples y fáciles como, por ejemplo, las leyes fundamentales del movimiento, que hoy se les enseñan a los niños –que las comprendenha exigido un esfuerzo tan considerable y un esfuerzo que a menudo no ha tenido éxito, a algunos de los espíritus más profundos y poderosos de la humanidad: es que ellos no tenían que descubrir o establecer estas leyes simples y evidentes, sino que tenían que crear y construir el marco mismo que haría posible estos descubrimientos.  Para empezar, han tenido que reformar nuestro propio intelecto; darle una serie de conceptos nuevos; elaborar una idea nueva de la naturaleza, una concepción nueva de la ciencia; dicho de otro modo, una nueva filosofía.  Ahora bien, nos es casi imposible apreciar en su justo valor los obstáculos qué ha habido que salvar para establecerlas y las dificultadas que implican y contienen: porque conocemos demasiado bien los conceptos y principios que forman la base de la ciencia moderna, o más exactamente, porque nos hemos habituado demasiado a ellos.
El concepto galileano de movimiento (igual que el de espacio)] nos parece tan natural que creemos incluso que la ley de la inercia deriva de la experiencia y la observación, aunque, evidentemente, nadie ha podido observar jamás un movimiento de inercia, por la simple razón de que tal movimiento es completa y absolutamente imposible.
Estarnos igualmente tan acostumbrados a la utilización de las matemáticas para el estudio de la naturaleza que no nos damos cuenta de la audacia de la aserción dé Galileo de que «el libro de la naturaleza está escrito en caracteres geométricos», como tampoco somos conscientes del carácter paradójico de su decisión de tratar la mecánica como una rama de las matemáticas, es decir, de sustituir el mundo real de la experiencia cotidiana por un mundo geométrico hipostasiado y explicar lo real por lo imposible.
En la ciencia moderna, como sabemos bien, el espacio real se identifica con el de la geometría, y el movimiento se considera como una traslación puramente geométrica de un punto a otro.  Por eso, el movimiento no afecta de ningún modo al cuerpo que está provisto de él.  El hecho de estar en movimiento o en reposo no produce modificación alguna en el cuerpo; esté en movimiento o reposo, siempre es idéntico a sí mismo.  Como tal, es absolutamente indiferente a los dos.  Por ello, somos incapaces de atribuir el movimiento a un cuerpo determinado tomado en sí mismo.
Un cuerpo está en movimiento sólo con relación a otro cuerpo que suponemos que está en reposo.  Por eso podemos atribuirlo a uno u otro de los dos cuerpos, adlibitum. Todo movimiento es relativo.
Igual que el movimiento no afecta al cuerpo que lo posee, un movimiento dado no ejerce ninguna influencia en los otros movimientos que el cuerpo en cuestión podría realizar al mismo tiempo.  Así, un cuerpo puede estar provisto de un número indeterminado de movimientos que se combinen según leyes puramente geométricas, y, viceversa, todo movimiento dado puede descomponerse según estas mismas leyes en un número indeterminado de movimientos que lo componen.
Ahora bien, admitido esto, el movimiento se considera, sin embargo, como un estado, y el reposo como otro estado completa y absolutamente opuesto al primero; por esto, debemos aplicar una fuerza para cambiar el estado de movimiento de un cuerpo dado al de reposo, y viceversa.
Resulta de ello que un cuerpo en estado de movimiento persistirá eternamente en este movimiento, como un cuerpo en reposo persiste en su reposo; y que ya no se necesitará una fuerza o causa para mantenerlo en su movimiento uniforme y rectilíneo, como tampoco se necesitará para mantenerlo inmóvil, en reposo.
En otros términos, el principio de inercia presupone: a) la posibilidad de aislar un cuerpo dado de todo su entorno físico, y considerarlo como algo que se realiza simplemente en el espacio; b) la concepción del espacio que le identifica con el espacio homogéneo infinito de la geometría euclidiana, y c) una concepción del movimiento y del reposo que los considera como estados y los coloca en el mismo nivel ontológico del ser.  Sólo a partir de estas premisas parece evidente e incluso admisible.  Por eso, no es de extrañar que estas concepciones parecieran difíciles de admitir –e incluso de comprender- a los predecesores y contemporáneos de Galileo; no es de extrañar que para sus adversarios aristotélicos la noción de movimiento comprendido como un estado relativo, persistente y sustancial, pareciera tan abstrusa y contradictoria como nos parecen las ramosas formas sustanciales de la escolástica; no es de extrañar que Galileo haya tenido que realizar grandes esfuerzos antes de haber logrado formar esta concepción, y que grandes genios como Bruno e incluso Kepler no lograran alcanzar está meta.  Realmente, incluso en nuestros días la concepción que describimos no es fácil de captar.  El sentido común es –y lo ha sido siempre- medieval y aristotélico.
Ahora debemos lanzar una ojeada a la concepción pre-galileana y sobre todo aristotélica del movimiento y del espacio.  No voy, por supuesto, a intentar hacer aquí una exposición de la física aristotélica.  Voy sólo a señalar algunos de sus rasgos característicos, rasgos que la oponen a la física moderna.
Querría señalar igualmente un hecho que es a menudo mal conocido, a saber, el hecho de que la física de Aristóteles no es un montón de incoherencias, sino, al contrario, una teoría científica, altamente elaborada y perfectamente coherente, que no sólo posee una base filosófica muy profunda, sino que, como lo han demostrado P. Duhem y P. Tannery[4], concuerda -mucho más que la de Galileo- con el sentido común y la experiencia cotidiana.
La física de Aristóteles está basada en la percepción sensible y por esto es resueltamente anti-matemática.  Se niega a sustituir por una abstracción geométrica hechos cualitativamente determinados por la experiencia y por el sentido común, y niega la posibilidad misma de una física matemática, fundándose: a) en una heterogeneidad de los conceptos matemáticos con los datos de la experiencia sensible; b) en la incapacidad de las matemáticas para explicar la cualidad y deducir el movimiento.  No hay ni cualidad ni movimiento en el reino intemporal de las figuras y de los números.
En cuanto al movimiento (kinesis) e incluso al movimiento local, la física aristotélica lo considera como una especie de proceso de cambio, en oposición al reposo, que, siendo el fin y la meta del movimiento, debe ser reconocido como un estado.  Todo movimiento es cambio (actualización o corrupción) y, por consiguiente, un cuerpo en movimiento no sólo cambia con relación a los otros cuerpos, sino que al mismo tiempo está sometido a un proceso de cambio.  Por eso el movimiento afecta siempre al cuerpo que se mueve, y, por consiguiente, si el cuerpo está provisto de dos o varios movimientos, éstos se entorpecen, se obstaculizan mutuamente y son a veces incompatibles uno con otro.  Además, la física aristotélica no admite el derecho, ni siquiera la posibilidad, de identificar el espacio concreto de su cosmos finito y bien ordenado con el espacio de la geometría, como tampoco admite la posibilidad de aislar un cuerpo dado de su entorno físico (y cósmico).  Por consiguiente, cuando se trata de problemas concretos de física, es siempre necesario tener en cuenta el orden del mundo, considerar la región del ser (el puesto «natural») a la que un cuerpo dado pertenece por su naturaleza misma; por otro lado, es imposible intentar someter estos diferentes ámbitos a las mismas leyes, incluso –y  sobre todo, quizá– a las mismas leyes del movimiento.
Así, por ejemplo, los cuerpos terrestres se mueven en línea recta; los celestes, en círculos; los cuerpos pesados descienden, mientras que los ligeros se elevan; estos movimientos son para ellos «naturales»; al contrario, no es natural para un cuerpo pesado subir y para un cuerpo ligero bajar: sólo por «violencia» podemos hacerles efectuar estos movimientos, etc.
Está claro, incluso después de este breve resumen, que el movimiento, considerado como un proceso de cambio (y no como un estado) no puede prolongarse espontánea y automáticamente, que exige, para persistir, la acción continua de un motor o una causa y que se detiene de golpe desde el momento en que esta acción cesa de ejercerse sobre el cuerpo en movimiento, es decir, desde el momento en que el cuerpo en cuestión es separado de su motor.  Cessante causa cessat effectus.  Se deduce que, como es evidente, el tipo de movimiento postulado por el principio de inercia es totalmente imposible e incluso contradictorio.
Volvamos ahora hacia los hechos.  Ya he dicho que la ciencia moderna había nacido en un contacto estrecho con la astronomía; de un modo más preciso, tiene su origen en la necesidad de afrontar las objeciones físicas opuestas por numerosos sabios de la época a la astronomía copernicana.  Realmente, estas objeciones no tenían nada de nuevo: muy al contrario, a pesar de ser presentadas algunas veces bajo una forma ligeramente modernizada (por ejemplo, sustituyendo por el tiro de una bala de cañón el viejo argumento del lanzamiento de una piedra) son idénticas, en cuanto al fondo, a las que Aristóteles y Tolomeo planteaban contra la posibilidad del movimiento de la Tierra.  Es muy interesante, sin embargo, y muy instructivo ver estas objeciones discutidas y vueltas a discutir por el propio Copérnico, por Bruno, Tycho Brahe, Kepler y Galileo[5].
Los argumentos de Aristóteles y de Tolomeo, despojados del adorno gráfico que les han dado, pueden ser reducidos a la aserción de que si la Tierra se moviera, este movimiento habría afectado a los fenómenos que se manifiestan en la superficie de dos modos perfectamente determinados: la velocidad formidable de este movimiento (rotativo) desarrollaría una fuerza centrífuga de tal amplitud que los cuerpos no unidos a la Tierra serían lanzados lejos; este mismo movimiento obligaría a todos los cuerpos no ligados a la tierra, o temporalmente separados de ella, como las nubes, pájaros, cuerpos lanzados al espacio, etc., a quedarse atrás.  Por esto, al caer una piedra desde lo alto de una, torre, no caería nunca a su lado, y, afortiriori, una piedra (o una bala) lanzada (o arrojada) perpendicularmente al aire, no volvería a caer nunca en el lugar de donde había partido, puesto que durante el tiempo de su caída o de su vuelo, este lugar habría sido «rápidamente retirado de debajo y se encontraría en otro sitio».
No debemos burlarnos de este argumento.  Desde el punto de vista de la física aristotélica, es completamente justo.  Tan justo, incluso, que sobre la base de esta física es irrefutable.  Para destruirlo debemos cambiar todo el sistema y desarrollar un nuevo concepto de movimiento: justamente el concepto dé movimiento de Galileo.
Como hemos expuesto, el movimiento para los aristotélicos es un proceso que afecta al móvil, que tiene lugar «en» el cuerpo en movimiento.  Un cuerpo al caer se mueve de A a B, de un cierto lugar situado encima de la Tierra hacia ésta, o, más exactamente, hacia su centro.  Sigue la línea recta que une estos dos puntos.  Si durante este movimiento la Tierra gira alrededor de su eje, describe con relación a esta línea (la línea que va de A hacia el centro de la Tierra) un movimiento en el que no toman parte ni esa línea ni el cuerpo que está separado de ella.  El hecho de que la Tierra se mueva por debajo de él no puede afectar a su trayectoria.  El cuerpo no puede correr tras la Tierra, prosigue su camino como si nada pasara, pues, en efecto, a él nada le ocurre.  Incluso el hecho de que el punto A (lo alto de la torre) no permanezca inmóvil, sino que participe en el movimiento de la Tierra, no tiene ninguna importancia para su movimiento: lo que se produce en el punto de partida del cuerpo (después de abandonarlo) no tiene la menor influencia en su comportamiento.
Esta concepción puede parecemos extraña.  Pero no es, en modo alguno, absurda: es de esta manera exactamente como nos imaginamos el movimiento –o la propagación- de un rayo de luz: este rayo no participa en el movimiento de su origen.  Ahora bien, si el cuerpo, al separarse de la torre, o de la superficie de la Tierra, cesara de participar en el movimiento de ésta, un cuerpo lanzado desde lo alto de una torre no caería nunca efectivamente a su lado: y una piedra o una bala de cañón lanzada verticalmente al aire no volvería a caer nunca en el lugar de donde había salido.  Lo que implica afortiori que una piedra o una bala al caer del mástil de un navío en marcha, no caerán nunca a su lado.
La respuesta de Copérnico a los argumentos de los aristotélicos es, a decir verdad, bastante débil: intenta demostrar que consecuencias desgraciadas deducidas por estos últimos podrían ser justas en el caso de un movimiento «violento».  Pero no en el del movimiento de la Tierra y con relación a las cosas que pertenecen a la Tierra, pues, para ellas, es un movimiento natural.  Es la razón por la que todas estas cosas, las nubes, los pájaros, las piedras, etc., participan en el movimiento y no se quedan atrás.
Los argumentos de Copérnico son muy débiles.  Y, sin embargo, llevan en sí los gérmenes de una nueva concepción que será desarrollada por pensadores que le sucederán.  Los razonamientos de Copérnico aplican las leyes de la «mecánica celeste» a los fenómenos terrestres, un paso que implícitamente anuncia el abandono de la vieja división cualitativa del cosmos en dos mundos diferentes.  Además, Copérnico explica el trayecto aparentemente rectilíneo (aunque realmente describa una curva) del cuerpo en caída libre por su participación en el movimiento de la Tierra; al ser este movimiento común a la Tierra, a los cuerpos y a nosotros mismos, para nosotros es «como si no existiera».
Los argumentos de Copérnico están basados en una concepción mítica de la «naturaleza común de la Tierra y de las cosas terrestres».  La ciencia posterior deberá sustituirla por el concepto de un sistema físico, de un sistema de cuerpos que comportan el mismo movimiento; deberá apoyarse en la relatividad física y no óptica del movimiento.  Todo esto es imposible sobre la base de la filosofía aristotélica del movimiento, y exige la adopción de otra filosofía.  En realidad, como vamos a ver más claro todavía, en esta discusión nos encontramos con problemas filosóficos.
La concepción del sistema físico, o más exactamente mecánico, que estaba implícitamente presente en los argumentos de Copérnico, fue elaborada por Giordano Bruno.  Bruno descubrió, por una intuición genial, que la nueva astronomía debía abandonar inmediatamente la concepción de un mundo cerrado y finito para sustituirla por la de un universo abierto e infinito.  Esto implica el abandono de la noción de lugares naturales y, por tanto, de la de movimientos «naturales» opuestos a los no naturales o «violentos».  En el universo infinito de Bruno, en el que la concepción platónica del espacio comprendido como «receptáculo» sustituye a la concepción aristotélica del espacio comprendido como «envoltura», los «lugares» son perfectamente equivalentes y, por consiguiente, perfectamente naturales para todos los cuerpos cualesquiera que sean.  Allí donde Copérnico hace una distinción entre el movimiento «natural» de la Tierra y el movimiento «violento» de las cosas que están sobre la Tierra, Bruno los asimila.  Todo lo que pasa en la Tierra, suponiendo que se mueva, nos explica, es una contrapartida exacta de lo que ocurre en un navío que se desliza por la superficie del mar; y el movimiento de la Tierra no tiene más influencia en el movimiento sobre la tierra que el movimiento del navío sobre las cosas que están sobre o en ese navío.
Las consecuencias deducidas por Aristóteles podrían producirse sólo si el origen, es decir, el lugar de partida del cuerpo que se mueve, fuera exterior a la Tierra y no ligado a ésta.
Bruno demuestra que el lugar de origen en cuanto tal no desempeña ningún papel en la definición del movimiento (del trayecto) del cuerpo que se mueve, y que lo que importa es la unión –o la falta de unión- entre este lugar y el sistema mecánico.  Un «lugar» idéntico, puede incluso –horribile dictu- pertenecer a dos o varios sistemas.  Así, por ejemplo, si imaginamos dos hombres, uno encaramado en lo alto del mástil de un navío que pasa bajo un puente y el otro de pie en el puente, podemos imaginarnos que en un cierto momento las manos de estos dos hombres estarán en un lugar idéntico.  Si en este momento cada uno de ellos deja caer una piedra, la del hombre del puente caerá directamente en el agua, mientras que la del hombre del mástil seguirá el movimiento del navío y (describiendo una curva muy particular con relación al puente) caerá junto al mástil.  Bruno explica la causa de este comportamiento diferente por el hecho de que la segunda piedra, habiendo compartido el movimiento del navío, retiene en sí misma una parte de la virtud motriz de la que ha estado impregnada.
Tal como lo vemos, Bruno sustituye la dinámica aristotélica por la dinámica del ímpetus de los nominalistas parisienses.  Le parece que esta dinámica proporciona una base suficiente para elaborar una física adaptada a la astronomía de Copérnico, lo que, como nos ha demostrado la historia, era erróneo.
Es verdad que la concepción del ímpetus, virtud o potencia que anima los cuerpos en movimiento, que produce este movimiento y se desgasta por eso mismo, permitió a Bruno refutar los argumentos de Aristóteles, por lo menos algunos de ellos.  Sin embargo, no podía descartarlos todos y, todavía menos, proporcionar los fundamentos capaces de sustentar el edificio de la ciencia moderna.
Los argumentos de Giordano Bruno nos parecen muy razonables.  Sin embargo, en su época, no produjeron ninguna impresión, ni en Tycho Brahe, que en su polémica con Rothmann repite incansablemente las viejas objeciones aristotélicas, aunque modernizándolas un poco; ni siquiera en Kepler, que, aunque influido por Bruno, se cree obligado a volver a los argumentos de Copérnico, sustituyendo la concepción mítica (la identidad de la naturaleza) del gran astrónomo por una concepción física, la de la fuerza de atracción.
Tycho Brahe no admite que la bala que cae desde lo alto del mástil de un navío en movimiento acabe al pie de ese mástil.  Afirma que, muy al contrario, caerá atrás, y cuanto mayor sea la velocidad del navío, más lejos caerá.  Igualmente, las balas de un cañón lanzadas verticalmente al aire no pueden volver al cañón.
Tycho Brahe añade que si la Tierra se moviera como pretende Copérnico, no sería posible enviar una bala de cañón a la misma distancia, al este y al oeste: el movimiento extremadamente rápido de la Tierra, compartido por la bala, vendría a impedir el movimiento de ésta, e incluso lo haría imposible si la bala en cuestión debiera moverse en una dirección opuesta a la del movimiento de la Tierra.
El punto de vista de Tycho Brahe puede parecemos extraño, pero no debemos olvidar que, a su vez, Tycho Brahe debía encontrar las teorías de Bruno absolutamente increíbles e incluso exageradamente antropomórficas.  Pretender que dos cuerpos, al caer del mismo lugar y yendo hacia el mismo punto (al centro de la Tierra), efectuarían dos trayectos distintos y describirían dos trayectorias diferentes, por la sola razón de que uno de ellos haya estado asociado a un navío, mientras que el otro no lo haya estado, significaba para un aristotélico –y Tycho en dinámica lo es- que el cuerpo en cuestión se acordaba de su asociación pasada con el navío, sabía dónde debía ir y estaba dotado de la capacidad necesaria para hacerlo.  Lo que implicaba para él que el cuerpo en cuestión poseía un alma: e incluso un alma singularmente poderosa.
Además, desde el punto de vista de la dinámica aristotélica, tanto como desde el punto de vista de la dinámica del ímpetus, dos movimientos diferentes se entorpecen siempre mutuamente; y los defensores de una y otra concepción invocan como prueba el hecho conocidísimo de que el movimiento rápido de la bala (en su carrera horizontal) le impide bajar y le permite mantenerse en el aire mucho más tiempo de lo que hubiera podido hacerlo si se hubiera dejado caer simplemente[6].  En resumen, Tycho Brahe no admite la independencia mutua de los movimientos –nadie lo admitió antes de Galileo-; tiene, pues, perfecta razón al no admitir los hechos y teorías que ésta implica.
La posición tomada por Kepler es particularmente interesante e importante.  Nos muestra mejor que cualquier otra las raíces profundamente filosóficas de la revolución galileana.  Desde él punto de vista puramente científico, Kepler –a quien debemos inter alia el término de inercia- es sin duda alguna uno de los más grandes, si no el más grande, genio de su tiempo; es inútil insistir en sus notables dotes matemáticas, que no son igualadas más que por la intrepidez de su pensamiento.  El título mismo de una de sus obras, Physica coelestis[7], es un reto a sus contemporáneos y, sin embargo, filosóficamente está mucho más cerca de Aristóteles y de la Edad Media que de Galileo y Descartes.  Razona aún en términos de cosmos; para él el movimiento y el reposo se oponen todavía como la luz y las tinieblas, como el ser y la privación del ser.  El término inercia significa para él, por consiguiente, la resistencia que los cuerpos oponen al movimiento, y no, como para Newton, al paso del estado de movimiento al de reposo, y del de reposo al de movimiento; por eso, lo mismo que Aristóteles y los físicos de la Edad Media, necesita una causa o fuerza para explicar el movimiento, y no la necesita para explicar el reposo; cree como ellos que los cuerpos en movimiento, separados del móvil o privados de la influencia de la propiedad o potencia motriz, no continuarán su movimiento, sino que, al contrario, se detendrán.
Por ello, para explicar el hecho dé que, sobre la Tierra que se mueve, los cuerpos, aunque no estén unidos a ella por lazos materiales, no se quedan atrás, por lo menos de un modo perceptible, y de que las piedras, lanzadas al aire, vuelven a caer al lugar de donde han sido tiradas, de que las balas vuelan (o casi) tan lejos al oeste como al este, debe admitir –o deducir- una fuerza real que una estos cuerpos a la Tierra y los obligue a seguirla.
Kepler descubre esta fuerza en la atracción mutua de todos los cuerpos materiales, o por lo menos terrestres, lo que quiere decir, desde el punto de vista práctico, en la atracción de todas las cosas terrestres por la Tierra.  Kepler piensa que todas estas cosas están ligadas a la Tierra por innumerables cadenas elásticas y es la tracción de estas cadenas lo que explica que nubes y vapores, piedras y balas, no permanezcan inmóviles en el aire, sino que sigan a la Tierra en su movimiento; el hecho de que estas cadenas se encuentren por todas partes permite, según Kepler, arrojar una piedra o disparar una bala en dirección opuesta a la del movimiento de la Tierra: las cadenas de atracción arrojan la bala hacia el este tanto como hacia el oeste, y de este modo su influencia se equilibra, o casi.  El movimiento real del cuerpo (la bala disparada verticalmente) es naturalmente una combinación o una mezcla: a) de su propio movimiento, y b) del de la Tierra.  Pero como éste último es común, sólo cuenta el primero.  Se deduce claramente (aunque Tycho Brahe no lo haya comprendido) que aunque la longitud del trayecto de una bala arrojada hacia el este y la de otra lanzada hacia el oeste sean diferentes cuando se miden en el espacio del universo, sin embargo, los trayectos de estas balas sobre la Tierra son parecidos o casi parecidos.
Lo que explica por qué la misma fuerza producida por la misma cantidad de pólvora puede proyectarlas casi a la misma distancia en direcciones opuestas[8].
De este modo, las objeciones aristotélicas y tychonianas contra el movimiento de la Tierra son desechadas y Kepler subraya que era un error asimilar la Tierra a un navío en movimiento: realmente la Tierra «atrae magnéticamente» los cuerpos que transporta, el barco no lo hace en absoluto.  Por eso necesitamos un lazo material en el caso del navío, lo que es completamente inútil en el de la Tierra.
No nos detengamos más en este punto; vemos que el gran Kepler, el fundador de la astronomía moderna, el mismo hombre que proclamó la unidad de la materia en el universo y afirmó que ubi materia, ibi geometria, fracasó en el establecimiento de la base de la ciencia física moderna por una sola y única razón: creía que el movimiento era ontológicamente de un nivel de ser más elevado que el reposo.
Si ahora, después de este breve resumen histórico, nos volvemos hacía Galileo Galilei, no nos sorprenderemos al verle, también a él, discutir larga, muy largamente incluso, las objeciones tradicionales de los aristotélicos.  Podremos además apreciar la habilidad consumada con la que en su Dialogo sopra i due massimi sis temí del mondo ordena sus argumentos y prepara el asalto definitivo contra el aristotelismo.  Galileo no ignora la enorme dificultad de su empresa.  Sabe muy bien que se encuentra frente a enemigos poderosos: la autoridad, la tradición y –el peor de todos- el sentido común.  Es inútil alinear las pruebas ante espíritus incapaces de captar su alcance.  Inútil, por ejemplo, explicar la diferencia entre la velocidad lineal y la velocidad de rotación (su confusión está en la base de las primeras objeciones aristotélicas y tolemaicas) a quienes no están acostumbrados a pensar matemáticamente.  Hay que empezar por educarlos.  Hay que proceder lentamente, paso a paso, discutir y volver a discutir los viejos y los nuevos argumentos, hay que presentarlos bajo formas variadas, hay que multiplicar los ejemplos, inventar otros nuevos más contundentes: el ejemplo del caballero que lanza su jabalina al aire y la vuelve a coger de nuevo; el ejemplo del tirador que tensa su arco más o menos fuertemente y que da así a la flecha una velocidad más o menos grande; el ejemplo del arco colocado en un coche en movimiento que puede compensar así la mayor o menor velocidad del coche por la velocidad mayor o menor dada a las flechas.  Ejemplos innumerables, que uno tras otro nos conducen –o mejor dicho, conducían a los contemporáneos de Galileo- a aceptar esta concepción paradójica e inaudita, según la cual el movimiento es algo que persiste en el ser in se y per se y no exige ninguna causa o fuerza para esta persistencia.  Una labor muy dura, pues no es natural concebir el movimiento en términos de velocidad y dirección y no en términos de esfuerzo (ímpetus) y desplazamiento.
Pero, realmente, no podemos pensar en el movimiento en el sentido de esfuerzo e ímpetus; podemos sólo imaginarlo.  No debemos, pues, elegir entre pensar e imaginar.  Pensar con Galileo o imaginar con el sentido común.  Pues es el pensamiento, el pensamiento puro y sin mezcla, y no la experiencia y la percepción de los sentidos, lo que está en la base de la «nueva ciencia» de Galileo Galilei.
Galileo lo dice muy claramente.  Así, al discutir el famoso ejemplo de la bola que cae de lo alto del mástil del navío en movimiento, Galileo explica largamente el principio de la relatividad física del movimiento, la diferencia entre el movimiento del cuerpo con relación a la Tierra y su movimiento con relación al navío; después, sin hacer ninguna mención de la experiencia, concluye que el movimiento de la bola con relación al navío no cambia con el movimiento de este último.  Además, cuando su adversario aristotélico, imbuido de espíritu empirista, le plantea la pregunta: «¿Ha hecho usted el experimento?», Galileo declara con orgullo: «No, y no necesito hacerlo, y pudo afirmar sin ningún experimento que es así, pues no puede ser de otro modo»[9].
Así, nessece determina el esse.  La buena física se hace a príori.  La teoría precede al hecho.  La experiencia es inútil, porque antes de toda experiencia poseemos ya el conocimiento que buscamos.  Las leyes fundamentales del movimiento (y del reposo), leyes que determinan el comportamiento espacio-temporal de los cuerpos materiales, son leyes de naturaleza matemática.  De la misma naturaleza que las que gobiernan las relaciones y leyes de las figuras y los números.  Las encontramos y descubrimos no en la naturaleza, sino en nosotros mismos, en nuestra inteligencia, en nuestra memoria, como Platón nos lo ha enseñado otras veces.
Y, por esto, como proclama Galileo ante la gran consternación de su interlocutor aristotélico, es por lo que somos capaces de dar pruebas pura y estrictamente matemáticas de las proposiciones que describen los «síntomas» del movimiento y desarrollar el lenguaje de la ciencia natural, interrogar a la naturaleza mediante experimentos construidos de modo matemático y leer en el gran libro de la naturaleza, que está escrito en «caracteres geométricos»[10].
El libro de la naturaleza está escrito en caracteres geométricos; la física nueva, la de Galileo, es una geometría del movimiento, del mismo modo que la física de su verdadero maestro, el divus Archimedes, era una física del reposo.  La geometría del movimiento a príori, la ciencia matemática de la naturaleza... ¿cómo es posible?  ¿Fueron por fin refutadas por Platón las viejas objeciones aristotélicas contra la matematización de la naturaleza?  No del todo.  Ciertamente no hay cualidad en el reino de los números, y es por lo que Galileo –igual que Descartes- se ve obligado a renunciar a ella, a renunciar al mundo cualitativo de la percepción sensible y de la experiencia cotidiana y a sustituirlo por el mundo abstracto e incoloro de Arquímedes.  En cuanto al movimiento, ciertamente no lo hay en los números.  Y sin embargo el movimiento –por lo menos el movimiento de los cuerpos arquimedianos en el espacio infinito y homogéneo de la ciencia nueva- está regido por los números.  Por las leges et rationes numerorum.
El movimiento está subordinado a los números; incluso el más grande de los antiguos platónicos, Arquímedes el superhombre, lo ignoraba, y fue a Galileo Galilei, «este maravilloso investigador de la naturaleza», como le había denominado su alumno y amigo Cavalieri, a quien le correspondió descubrirlo.
El platonismo de Galileo Galilei es muy diferente del de la Academia florentina, lo mismo que su filosofía matemática de la naturaleza difiere de su aritmología neo-pitagórica.  Pero hay más de una escuela platónica en la historia de la filosofía y el problema de saber si las tendencias e ideas representadas por Jámblico y Proclo son más o menos platónicas que las representadas por Arquímedes no está aún resuelto.
Sea como sea, no voy a examinar aquí este problema.  Sin embargo, debo indicar que para los contemporáneos y alumnos de Galileo, tanto como para el propio Galileo, la línea de separación entre el platonismo y el aristotelismo es perfectamente clara.  Creían efectivamente que la oposición entre estas dos filosofías estaba determinada por puntos de vista diferentes sobre las matemáticas en tanto que ciencia y sobre su papel en la creación de la ciencia de la naturaleza.
Según ellos, si se consideran las matemáticas como una ciencia auxiliar que se ocupa de abstracciones, y por esto tiene menos valor que las ciencias que tratan de cosas reales, como la física; si se afirma que la física puede y debe basarse directamente en la experiencia y la percepción sensible, se es aristotélico.  Si, por el contrario, se quiere atribuir a las matemáticas un valor supremo y una posición clave en el estudio de las cosas de la naturaleza, entonces se es platónico.
En consecuencia, para los contemporáneos y alumnos de Galileo, como para el mismo Galileo, la ciencia galileana, la filosofía galileana de la naturaleza, aparecía como una vuelta a Platón, como una victoria de Platón sobre Aristóteles.
Debo confesar que esta interpretación parece ser perfectamente razonable.




[1] Texto de una conferencia pronunciada en el Palais de la Découverte el 7 de mayo de 1955 («Les Conférences du Palais de la Découverte», serie D, núm. 37, París, Palais de la Découverte, 1955, 19 pp.).  Anteriormente se había publicado una versión en lengua inglesa de este texto («Galileo and the scientific revolution of the XVIIth century», Philosophical Review, 1943, pp. 333-348).
[2] Cf. mis Eludes galiléennes, París, Hermann, 1939.
[3] Cf. Isaac Newton, Philosophiae naturalis principia mathematica; Axio-mata sive leges motus; lex I: Corpus omne perseverare in statti suo quies-cendi vel niovendi uniformiter in directuin, nisi quatenus a viris im-pressis cogítur statum illum mutare.
[4] Cf. P. Duhem, Le systeme du monde, vol. I, pp. 91 ss., París, Hennann, 1915; P. Tannery «Galilée el les principes de la dynamique», Mémoires scienüfíques, vol, VI, París, 1926.
[5] Cf. Etudes galiléenes, III Galilée et le principe d'inertie.
[6] Astronomía nova.  AITIOAOTHTOS seu Physica coelestis tradita comentaritis de motibus stellae Martis, s. 1., 1609.
[7] Esa es una creencia general que comparten, en particular, los  artilleros.
[8] Siendo el cuerpo inerte por naturaleza, es decir, oponiendo una resistencia al movimiento, Kepler concluye que los cuerpos separados de la Tierra quedarán un poco atrás.  Tan poco, sin embargo, que no podremos darnos cuenta de ello.
[9] En realidad este experimento constantemente invocado en las discusiones entre partidarios y adversarios de Copémico, no se hizo nunca.  Más exactamente, sólo lo hizo Gassendi en Marsella en 1642, y quizás también Thomas Dignes unos sesenta y seis años antes.
[10] Un experimentó es una pregunta que planteamos a la naturaleza y que debe ser formulada en un lenguaje apropiado.  La revolución galileana puede ser resumida en el hecho del descubrimiento de este lenguaje, del descubrimiento de que las matemáticas son la gramática de la ciencia física.  Este descubrimiento de la estructura racional de la naturaleza ha formado la base a priori de la ciencia experimental moderna y ha hecho posible su constitución.

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