Alexander Koyré
Estudios de historia del
pensamiento científico.
Galileo
y la revolución científica del siglo XVII [1]
La ciencia moderna no ha brotado perfecta y completa de los cerebros
de Galileo y Descartes, como Atenea de la cabeza de Zeus. Al contrario. La revolución galileana y cartesiana –que
sigue siendo, a pesar de todo, una revolución- había
sido preparada por un largo esfuerzo del pensamiento. Y no hay nada más interesante, más instructivo
ni más sobrecogedor que la historia de este esfuerzo, la historia del
pensamiento humano que traía con obstinación los mismos eternos problemas,
encontrando las mismas dificultades, luchando sin tregua contra los misinos obstáculos y forjando lenta y progresivamente los
instrumentos y herramientas, es
decir, los nuevos conceptos, los nuevos métodos de pensamiento, que permitirán por fin superarlos.
Es una larga y apasionante historia, demasiado larga para ser contada
aquí. Y, sin embargo, para comprender el
origen, el alcance y la significación de la revolución galileo-cartesiana,
no podemos dejar de lanzar por lo menos una mirada atrás hacia algunos
contemporáneos y predecesores de Galileo.
La física moderna estudia en primer lugar el movimiento de los cuerpos que pesan,
es decir, el movimiento de los cuerpos que nos rodean. Por ello es del esfuerzo
de explicar los hechos y fenómenos de la experiencia cotidiana –el hecho de la caída, el acto del lanzamiento- de
donde procede el movimiento de ideas que conduce al establecimiento de sus leyes fundamentales. Y, sin embargo, no se deriva de él ni
exclusiva ni siquiera principal o
directamente. La física moderna no debe
su origen a la Tierra solamente. Lo debe
igualmente a los cielos. Y es en los
cielos donde encuentra su perfección
y su fin.
Este hecho, el hecho de que la física moderna tenga su prólogo y su
epílogo en el cielo, o más simplemente, el hecho de que la física moderna
tenga su fuente en el estudio de los problemas astronómicos y mantenga
esta unión a través de toda su historia, tiene un sentido profundo e implica
importantes consecuencias. Implica sobre
todo el abandono de la concepción clásica y medieval del cosmos –unidad
cerrada de un todo, todo cualitativamente determinado y
jerárquicamente ordenado, en el que las partes diferentes que
lo componen, a saber, el Cielo y la Tierra, es tan sujetas a leyes diferentes– y
su sustitución por la del universo, es decir,
por un conjunto abierto e indefinidamente extendido del ser, unido por la identidad de las leyes fundamentales que
lo gobiernan; él determina la fusión
de la física celeste con
la física terrestre, que
permite a esta última utilizar y aplicar a sus problemas los métodos
matemáticos hipotético-deductivos
desarrollados por la primera; implica la imposibilidad de establecer y elaborar una física terrestre o,
por lo menos, una mecánica terrestre,
sin desarrollar al mismo tiempo una mecánica celeste. Explica
el fracaso parcial de Galileo y Descartes.
La física moderna, es decir, la que ha nacido con y en las obras de Galileo
Galilei y ha acabado en las de Albert Einstein, considera la ley de la inercia
como su ley más fundamental. Tiene mucha
razón, pues, tal como dice el viejo adagio, ignórato
motu, ignoratur natura, y la ciencia moderna tiende a
explicar todo por «el número, la figura y el movimiento». Realmente
fue Descartes y no Galileo[2] quien
por primera vez comprendió totalmente su alcance y sentido. Y, sin embargo, Newton no se equivoca del todo
al atribuir a Galileo el mérito de su descubrimiento. Efectivamente, aunque Galileo
no formulara explícitamente el principio de inercia, su mecánica implícitamente está
basada en éste. Y es sólo su duda en
sacar o admitir las consecuencias últimas –o
implícitas- de su propia concepción del movimiento, su duda en rechazar completa y radicalmente los datos de la experiencia en favor del postulado teórico que tanto
le costó establecer, lo que le impide dar el último paso en el camino que le
lleva del cosmos finito de los griegos al universo infinito de los modernos. El principio de inercia es muy simple. Afirma
que un cuerpo abandonado a sí mismo permanece en su estado de reposo o movimiento tanto tiempo como este
estado no esté sometido a la acción
de una fuerza exterior cualquiera. En
otros términos, un cuerpo en reposo
permanecerá eternamente en reposo a menos que sea puesto en movimiento. Y un cuerpo en movimiento continuará
moviéndose y se mantendrá en su
movimiento rectilíneo y uniforme hasta que alguna fuerza exterior le impida hacerlo[3].
El principio del movimiento de inercia nos parece perfectamente claro,
plausible e incluso prácticamente evidente. Nos parece completamente natural
que un cuerpo en reposo permanezca en reposo, es decir, permanezca
allí donde está –donde sea- y no se mueva espontáneamente para
colocarse en otro sitio, y que, converso modo, una vez puesto en movimiento,
continúe moviéndose, y moviéndose en la misma dirección y con
la misma velocidad, porque, en efecto, no vemos razón ni causa para que
cambie una u otra. Esto nos parece no
sólo verosímil, sino evidente. Nadie,
creemos ha pensado de otro modo nunca.
Sin embargo, no hay nada de eso. Realmente, los caracteres de «verosimilitud»
y «evidencia» de que gozan las concepciones que acabo de evocar
datan de ayer. Los poseen
para nosotros, gracias justamente a Galileo y Descartes, mientras que
para los griegos, como para la Edad Media, habrían parecido –o han parecido-
ser manifiestamente falsas, e incluso absurdas.
Este hecho no puede ser explicado más que si admitimos o
reconocemos que todas estas nociones «claras» y «simples»
que forman la base de la ciencia moderna, no son «claras» y
«simples» per-se e in-se, sino en la medida en que
forman parte de un cierto conjunto de conceptos y axiomas fuera del cual ya no
son en absoluto «simples».
Esto, a su vez, nos permite comprender por qué el descubrimiento de
cosas tan simples y fáciles como, por ejemplo, las leyes fundamentales del
movimiento, que hoy se les enseñan a los niños –que las comprenden– ha
exigido un esfuerzo tan considerable y un esfuerzo que a menudo no ha tenido
éxito, a algunos de los espíritus más profundos y poderosos de la humanidad: es que ellos no tenían que
descubrir o establecer estas leyes
simples y evidentes, sino que tenían que crear y construir el marco
mismo que haría posible estos descubrimientos.
Para empezar, han tenido que reformar
nuestro propio intelecto; darle una serie de conceptos nuevos; elaborar una
idea nueva de la naturaleza, una concepción nueva de la ciencia; dicho de otro modo, una nueva filosofía. Ahora bien, nos es casi imposible apreciar en
su justo valor los obstáculos qué ha habido
que salvar para establecerlas y las dificultadas que implican y contienen:
porque conocemos demasiado bien los conceptos y principios que forman la base
de la ciencia moderna, o más exactamente, porque nos hemos habituado demasiado a ellos.
El concepto galileano de movimiento (igual que el de espacio)] nos
parece tan natural que creemos incluso que la ley de la inercia deriva de la
experiencia y la observación, aunque, evidentemente, nadie ha podido observar
jamás un movimiento de inercia, por la simple razón de que tal
movimiento es completa y absolutamente imposible.
Estarnos igualmente tan acostumbrados a la utilización de las matemáticas
para el estudio de la naturaleza que no nos damos cuenta de la audacia de la
aserción dé Galileo de que «el libro de la naturaleza está escrito en caracteres
geométricos», como tampoco somos conscientes del carácter paradójico
de su decisión de tratar la mecánica como una rama de las matemáticas,
es decir, de sustituir el mundo real de la experiencia cotidiana por un mundo
geométrico hipostasiado y explicar lo real por lo imposible.
En la ciencia moderna, como sabemos bien, el espacio real se identifica
con el de la geometría, y el movimiento se considera como una traslación
puramente geométrica de un punto a otro.
Por eso, el movimiento no afecta de ningún modo al
cuerpo que está provisto de él. El hecho
de estar en movimiento o en reposo no produce modificación
alguna en el cuerpo; esté en movimiento o reposo, siempre
es idéntico a sí mismo. Como tal, es
absolutamente indiferente a los dos. Por ello, somos incapaces de atribuir el
movimiento a un cuerpo determinado tomado en sí mismo.
Un cuerpo está en movimiento sólo con relación a otro cuerpo que suponemos que
está en reposo. Por eso podemos
atribuirlo a uno u otro de los dos cuerpos,
adlibitum. Todo movimiento es relativo.
Igual que el movimiento no afecta al cuerpo que lo posee, un movimiento
dado no ejerce ninguna influencia en los otros movimientos que
el cuerpo en cuestión podría realizar al mismo tiempo. Así, un cuerpo puede
estar provisto de un número indeterminado de movimientos que
se combinen según leyes puramente geométricas, y, viceversa, todo movimiento
dado puede descomponerse según estas mismas leyes en un número
indeterminado de movimientos que lo componen.
Ahora bien, admitido esto, el movimiento se considera, sin embargo,
como un estado, y el reposo como otro estado completa y absolutamente opuesto
al primero; por esto, debemos aplicar una fuerza para cambiar el estado
de movimiento de un cuerpo dado al de reposo, y viceversa.
Resulta de ello que un cuerpo en estado de movimiento persistirá eternamente
en este movimiento, como un cuerpo en reposo persiste en su reposo; y que ya no
se necesitará una fuerza o causa para mantenerlo en su
movimiento uniforme y rectilíneo, como tampoco se necesitará para mantenerlo
inmóvil, en reposo.
En
otros términos, el principio de inercia presupone: a) la posibilidad de aislar un cuerpo dado de todo su entorno
físico, y considerarlo como algo que se
realiza simplemente en el espacio; b)
la concepción del espacio que le
identifica con el espacio homogéneo infinito de la geometría euclidiana, y c) una concepción del movimiento y del reposo que los considera como estados y los coloca en el
mismo nivel ontológico del ser.
Sólo a partir de estas premisas parece evidente e incluso
admisible. Por eso, no es de extrañar que estas concepciones parecieran difíciles
de admitir –e incluso de comprender- a los predecesores y contemporáneos
de Galileo; no es de extrañar que para sus
adversarios aristotélicos la noción
de movimiento comprendido como un estado relativo, persistente y sustancial,
pareciera tan abstrusa y contradictoria como nos parecen las ramosas formas sustanciales de la
escolástica; no es de extrañar que Galileo
haya tenido que realizar grandes esfuerzos antes de haber logrado formar esta
concepción, y que grandes genios como Bruno e incluso Kepler no lograran
alcanzar está meta. Realmente, incluso
en nuestros días la concepción que describimos no es fácil de captar. El sentido común es –y lo ha sido siempre- medieval y aristotélico.
Ahora debemos lanzar una ojeada a la concepción pre-galileana y sobre
todo aristotélica del movimiento y del espacio. No voy, por supuesto, a
intentar hacer aquí una exposición de la física aristotélica. Voy sólo a
señalar algunos de sus rasgos característicos, rasgos que la oponen a
la física moderna.
Querría señalar igualmente un hecho que es a menudo mal conocido,
a saber, el hecho de que la física de Aristóteles no es un montón de incoherencias,
sino, al contrario, una teoría científica, altamente elaborada
y perfectamente coherente, que no sólo posee una base filosófica muy
profunda, sino que, como lo han demostrado P. Duhem y P. Tannery[4], concuerda
-mucho más que la de Galileo- con el sentido común y la
experiencia cotidiana.
La física de Aristóteles está basada en la
percepción sensible y por esto es resueltamente anti-matemática. Se niega a sustituir por una abstracción
geométrica hechos cualitativamente determinados por la experiencia
y por el sentido común, y niega la posibilidad misma de una física
matemática, fundándose: a) en una
heterogeneidad de los conceptos matemáticos con los datos de la
experiencia sensible; b) en la
incapacidad de las matemáticas para explicar la cualidad y
deducir el movimiento. No hay ni
cualidad ni movimiento en el reino intemporal de las figuras
y de los números.
En cuanto al movimiento (kinesis) e
incluso al movimiento local, la física aristotélica lo
considera como una especie de proceso de cambio, en
oposición al reposo, que, siendo el fin y la meta del movimiento, debe
ser reconocido como un estado. Todo movimiento es cambio
(actualización o corrupción) y, por consiguiente, un cuerpo en movimiento no
sólo cambia con relación a los otros cuerpos, sino que al mismo tiempo
está sometido a un proceso de cambio. Por eso el movimiento afecta siempre
al cuerpo que se mueve, y, por consiguiente, si el cuerpo está provisto
de dos o varios movimientos, éstos se entorpecen, se obstaculizan mutuamente
y son a veces incompatibles uno con otro. Además, la física aristotélica
no admite el derecho, ni siquiera la posibilidad, de identificar el
espacio concreto de su cosmos finito y bien ordenado con el espacio de la
geometría, como tampoco admite la posibilidad de aislar un cuerpo dado
de su entorno físico (y cósmico). Por
consiguiente, cuando se trata de problemas concretos de física, es siempre
necesario tener en cuenta el orden del mundo, considerar la
región del ser (el puesto «natural») a la que un cuerpo
dado pertenece por su naturaleza misma; por otro lado, es imposible intentar
someter estos diferentes ámbitos a las mismas leyes, incluso
–y sobre todo, quizá– a las mismas leyes
del movimiento.
Así, por ejemplo, los cuerpos terrestres se mueven en línea recta; los
celestes, en círculos; los cuerpos pesados descienden, mientras que los ligeros
se elevan; estos movimientos son para ellos «naturales»; al contrario,
no es natural para un cuerpo pesado subir y para un cuerpo ligero
bajar: sólo por «violencia» podemos hacerles efectuar estos movimientos,
etc.
Está claro, incluso después de este breve resumen, que el movimiento,
considerado como un proceso de cambio (y no como un estado) no
puede prolongarse espontánea y automáticamente, que exige, para persistir,
la acción continua de un motor o una causa y que se detiene de golpe
desde el momento en que esta acción cesa de ejercerse sobre el cuerpo
en movimiento, es decir, desde el momento en que el cuerpo en cuestión
es separado de su motor. Cessante
causa cessat effectus. Se deduce que,
como es evidente, el tipo de movimiento postulado por el principio
de inercia es totalmente imposible e incluso contradictorio.
Volvamos ahora hacia los hechos. Ya he dicho que la ciencia moderna
había nacido en un contacto estrecho con la astronomía; de un modo más preciso,
tiene su origen en la necesidad de afrontar las objeciones físicas opuestas por
numerosos sabios de la época a la astronomía copernicana. Realmente, estas objeciones no tenían nada de
nuevo: muy al contrario, a pesar de ser presentadas algunas
veces bajo una forma ligeramente modernizada (por ejemplo,
sustituyendo por el tiro de una bala de cañón el
viejo argumento del lanzamiento de una piedra) son idénticas, en
cuanto al fondo, a las que Aristóteles y Tolomeo planteaban contra la posibilidad
del movimiento de la Tierra. Es muy
interesante, sin embargo, y muy instructivo ver estas objeciones discutidas y
vueltas a discutir por el propio Copérnico, por Bruno, Tycho
Brahe, Kepler y Galileo[5].
Los argumentos de Aristóteles y de Tolomeo, despojados del adorno
gráfico que les han dado, pueden ser reducidos a la aserción de que
si la Tierra se moviera, este movimiento habría afectado a los fenómenos
que se manifiestan en la superficie de dos modos perfectamente determinados:
1º la velocidad formidable de este
movimiento (rotativo) desarrollaría una fuerza centrífuga de tal
amplitud que los cuerpos no unidos a la Tierra serían
lanzados lejos; 2º este mismo
movimiento obligaría a todos los cuerpos no ligados a la
tierra, o temporalmente separados de ella, como las nubes, pájaros, cuerpos
lanzados al espacio, etc., a quedarse atrás. Por esto, al caer una piedra desde lo alto de
una, torre, no caería nunca a su lado, y, afortiriori,
una piedra (o una bala) lanzada (o arrojada) perpendicularmente al aire, no
volvería a caer nunca en el lugar de donde había partido, puesto que durante el
tiempo de su caída o de su vuelo, este lugar habría sido «rápidamente retirado
de debajo y se encontraría en otro sitio».
No debemos burlarnos de este argumento. Desde el punto de vista de la física
aristotélica, es completamente justo. Tan justo, incluso, que sobre la base de esta
física es irrefutable. Para destruirlo
debemos cambiar todo el sistema y desarrollar un nuevo concepto de movimiento:
justamente el concepto dé movimiento de Galileo.
Como hemos expuesto, el movimiento para los aristotélicos es un proceso
que afecta al móvil, que tiene lugar «en» el cuerpo en movimiento. Un cuerpo al caer se mueve de A a B, de un
cierto lugar situado encima de la Tierra hacia ésta, o, más exactamente, hacia
su centro. Sigue la línea recta que une
estos dos puntos. Si durante este
movimiento la Tierra gira alrededor de su eje, describe con relación a esta
línea (la línea que va de A hacia el centro de la Tierra) un movimiento en el
que no toman parte ni esa línea ni el cuerpo que está separado de ella. El hecho de que la Tierra se mueva por debajo
de él no puede afectar a su trayectoria. El cuerpo no puede correr tras la Tierra,
prosigue su camino como si nada pasara, pues, en efecto, a él nada le ocurre. Incluso el hecho de que el punto A (lo alto de
la torre) no permanezca inmóvil, sino que participe en el movimiento de la
Tierra, no tiene ninguna importancia para su movimiento: lo que se produce en
el punto de partida del cuerpo (después de abandonarlo) no tiene la menor
influencia en su comportamiento.
Esta concepción puede parecemos extraña. Pero no es, en modo alguno, absurda: es de
esta manera exactamente como nos imaginamos el movimiento –o la propagación- de
un rayo de luz: este rayo no participa en el movimiento de su origen. Ahora bien, si el cuerpo, al separarse de la torre,
o de la superficie de la Tierra, cesara de participar en el movimiento de ésta,
un cuerpo lanzado desde lo alto de una torre no caería nunca efectivamente a su
lado: y una piedra o una bala de cañón lanzada verticalmente al aire no
volvería a caer nunca en el lugar de donde había salido. Lo que implica afortiori que una piedra o una bala al caer del mástil de un navío
en marcha, no caerán nunca a su lado.
La respuesta de Copérnico a los argumentos de los aristotélicos es, a
decir verdad, bastante débil: intenta demostrar que consecuencias desgraciadas
deducidas por estos últimos podrían ser justas en el caso de un movimiento
«violento». Pero no en el del movimiento
de la Tierra y con relación a las cosas que pertenecen a la Tierra, pues, para
ellas, es un movimiento natural. Es la
razón por la que todas estas cosas, las nubes, los pájaros, las piedras, etc.,
participan en el movimiento y no se quedan atrás.
Los argumentos de Copérnico son muy débiles. Y, sin embargo, llevan en sí los gérmenes de
una nueva concepción que será desarrollada por pensadores que le sucederán. Los razonamientos de Copérnico aplican las
leyes de la «mecánica celeste» a los fenómenos terrestres, un paso que
implícitamente anuncia el abandono de la vieja división cualitativa del cosmos
en dos mundos diferentes. Además, Copérnico
explica el trayecto aparentemente rectilíneo (aunque realmente describa una curva)
del cuerpo en caída libre por su participación en el movimiento de la Tierra;
al ser este movimiento común a la Tierra, a los cuerpos y a nosotros mismos,
para nosotros es «como si no existiera».
Los argumentos de Copérnico están basados en una concepción mítica de
la «naturaleza común de la Tierra y de las cosas terrestres». La ciencia posterior deberá sustituirla por
el concepto de un sistema físico, de un sistema de cuerpos que comportan el mismo
movimiento; deberá apoyarse en la relatividad física y no óptica del
movimiento. Todo esto es imposible sobre
la base de la filosofía aristotélica del movimiento, y exige la adopción de
otra filosofía. En realidad, como vamos
a ver más claro todavía, en esta discusión nos encontramos con problemas
filosóficos.
La concepción del sistema físico, o más exactamente mecánico, que
estaba implícitamente presente en los argumentos de Copérnico, fue elaborada
por Giordano Bruno. Bruno descubrió, por
una intuición genial, que la nueva astronomía debía abandonar inmediatamente la
concepción de un mundo cerrado y finito para sustituirla por la de un universo
abierto e infinito. Esto implica el
abandono de la noción de lugares naturales y, por tanto, de la de movimientos
«naturales» opuestos a los no naturales o «violentos». En el universo infinito de Bruno, en el que la
concepción platónica del espacio comprendido como «receptáculo» sustituye a la
concepción aristotélica del espacio comprendido como «envoltura», los «lugares»
son perfectamente equivalentes y, por consiguiente, perfectamente naturales
para todos los cuerpos cualesquiera que sean. Allí donde Copérnico hace una distinción entre
el movimiento «natural» de la Tierra y el movimiento «violento» de las cosas
que están sobre la Tierra, Bruno los asimila. Todo lo que pasa en la Tierra, suponiendo que
se mueva, nos explica, es una contrapartida exacta de lo que ocurre en un navío
que se desliza por la superficie del mar; y el movimiento de la Tierra no tiene
más influencia en el movimiento sobre la tierra que el movimiento del navío
sobre las cosas que están sobre o en ese navío.
Las consecuencias deducidas por Aristóteles podrían producirse sólo si
el origen, es decir, el lugar de partida del cuerpo que se mueve, fuera
exterior a la Tierra y no ligado a ésta.
Bruno demuestra que el lugar de origen en cuanto tal no desempeña
ningún papel en la definición del movimiento (del trayecto) del cuerpo que se
mueve, y que lo que importa es la unión –o la falta de unión- entre este lugar
y el sistema mecánico. Un «lugar»
idéntico, puede incluso –horribile dictu-
pertenecer a dos o varios sistemas. Así,
por ejemplo, si imaginamos dos hombres, uno encaramado en lo alto del mástil de
un navío que pasa bajo un puente y el otro de pie en el puente, podemos
imaginarnos que en un cierto momento las manos de estos dos hombres estarán en
un lugar idéntico. Si en este momento
cada uno de ellos deja caer una piedra, la del hombre del puente caerá directamente
en el agua, mientras que la del hombre del mástil seguirá el movimiento del navío
y (describiendo una curva muy particular con relación al puente) caerá junto al
mástil. Bruno explica la causa de este
comportamiento diferente por el hecho de que la segunda piedra, habiendo
compartido el movimiento del navío, retiene en sí misma una parte de la virtud
motriz de la que ha estado impregnada.
Tal como lo vemos, Bruno sustituye la dinámica aristotélica por la
dinámica del ímpetus de los
nominalistas parisienses. Le parece que
esta dinámica proporciona una base suficiente para elaborar una física adaptada
a la astronomía de Copérnico, lo que, como nos ha demostrado la historia, era
erróneo.
Es verdad que la concepción del ímpetus, virtud o potencia que anima
los cuerpos en movimiento, que produce este movimiento y se desgasta por eso
mismo, permitió a Bruno refutar los argumentos de Aristóteles, por lo menos
algunos de ellos. Sin embargo, no podía
descartarlos todos y, todavía menos, proporcionar los fundamentos capaces de
sustentar el edificio de la ciencia moderna.
Los argumentos de Giordano Bruno nos parecen muy razonables. Sin embargo, en su época, no produjeron
ninguna impresión, ni en Tycho Brahe, que en su polémica con Rothmann repite
incansablemente las viejas objeciones aristotélicas, aunque modernizándolas un
poco; ni siquiera en Kepler, que, aunque influido por Bruno, se cree obligado a
volver a los argumentos de Copérnico, sustituyendo la concepción mítica (la
identidad de la naturaleza) del gran astrónomo por una concepción física, la de
la fuerza de atracción.
Tycho Brahe no admite que la bala que cae desde lo alto del mástil de
un navío en movimiento acabe al pie de ese mástil. Afirma que, muy al contrario, caerá atrás, y
cuanto mayor sea la velocidad del navío, más lejos caerá. Igualmente, las balas de un cañón lanzadas
verticalmente al aire no pueden volver al cañón.
Tycho Brahe añade que si la Tierra se moviera como pretende Copérnico,
no sería posible enviar una bala de cañón a la misma distancia, al este y al
oeste: el movimiento extremadamente rápido de la Tierra, compartido por la
bala, vendría a impedir el movimiento de ésta, e incluso lo haría imposible si
la bala en cuestión debiera moverse en una dirección opuesta a la del movimiento
de la Tierra.
El punto de vista de Tycho Brahe puede parecemos extraño, pero no
debemos olvidar que, a su vez, Tycho Brahe debía encontrar las teorías de Bruno
absolutamente increíbles e incluso exageradamente antropomórficas. Pretender que dos cuerpos, al caer del mismo
lugar y yendo hacia el mismo punto (al centro de la Tierra), efectuarían dos
trayectos distintos y describirían dos trayectorias diferentes, por la sola
razón de que uno de ellos haya estado asociado a un navío, mientras que el otro
no lo haya estado, significaba para un aristotélico –y Tycho en dinámica lo es-
que el cuerpo en cuestión se acordaba de su asociación pasada con el navío,
sabía dónde debía ir y estaba dotado de la capacidad necesaria para hacerlo. Lo que implicaba para él que el cuerpo en
cuestión poseía un alma: e incluso un alma singularmente poderosa.
Además, desde el punto de vista de la dinámica aristotélica, tanto como
desde el punto de vista de la dinámica del ímpetus, dos movimientos diferentes
se entorpecen siempre mutuamente; y los defensores de una y otra concepción
invocan como prueba el hecho conocidísimo de que el movimiento rápido de la
bala (en su carrera horizontal) le impide bajar y le permite mantenerse en el
aire mucho más tiempo de lo que hubiera podido hacerlo si se hubiera dejado
caer simplemente[6]. En resumen, Tycho Brahe no admite la
independencia mutua de los movimientos –nadie lo admitió antes de Galileo-;
tiene, pues, perfecta razón al no admitir los hechos y teorías que ésta
implica.
La posición tomada por Kepler es particularmente interesante e
importante. Nos muestra mejor que
cualquier otra las raíces profundamente filosóficas de la revolución galileana.
Desde él punto de vista puramente
científico, Kepler –a quien debemos inter
alia el término de inercia- es
sin duda alguna uno de los más grandes, si no el más grande, genio de su
tiempo; es inútil insistir en sus notables dotes matemáticas, que no son
igualadas más que por la intrepidez de su pensamiento. El título mismo de una de sus obras, Physica coelestis[7],
es un reto a sus contemporáneos y, sin embargo, filosóficamente está mucho más
cerca de Aristóteles y de la Edad Media que de Galileo y Descartes. Razona aún en términos de cosmos; para él el
movimiento y el reposo se oponen todavía como la luz
y las tinieblas, como el ser y la privación del ser. El término inercia significa para él,
por consiguiente, la resistencia que los cuerpos oponen al
movimiento, y no, como para Newton, al paso del estado de movimiento al de
reposo, y del de reposo al de movimiento; por eso, lo mismo que Aristóteles y los físicos de la Edad Media, necesita una
causa o fuerza para explicar el
movimiento, y no la necesita para explicar el reposo; cree como ellos que los
cuerpos en movimiento, separados del móvil o privados de la influencia de la
propiedad o potencia motriz, no continuarán
su movimiento, sino que, al contrario, se detendrán.
Por ello, para explicar el hecho dé que, sobre la Tierra que se mueve,
los cuerpos, aunque no estén unidos a ella por lazos materiales, no se quedan atrás,
por lo menos de un modo perceptible, y de que las piedras, lanzadas al aire,
vuelven a caer al lugar de donde han sido tiradas, de que las balas vuelan
(o casi) tan lejos al oeste como al este, debe admitir –o deducir- una fuerza
real que una estos cuerpos a la Tierra y los obligue a seguirla.
Kepler descubre esta fuerza en la atracción mutua de todos los cuerpos materiales,
o por lo menos terrestres, lo que quiere decir, desde el punto de vista práctico, en la atracción de todas las cosas
terrestres por la Tierra. Kepler piensa
que todas estas cosas están ligadas a la Tierra por innumerables cadenas elásticas y es la tracción de
estas cadenas lo que explica que
nubes y vapores, piedras y balas, no permanezcan inmóviles en el aire, sino que sigan a la Tierra en su
movimiento; el hecho de que estas
cadenas se encuentren por todas partes permite, según Kepler, arrojar una
piedra o disparar una bala en dirección opuesta a la del movimiento de la Tierra: las cadenas de atracción arrojan la
bala hacia el este tanto como hacia el oeste, y de este modo su influencia se
equilibra, o casi. El movimiento real del cuerpo (la bala disparada
verticalmente) es naturalmente una combinación o una mezcla: a) de su propio movimiento, y b) del
de la Tierra. Pero como éste último es
común, sólo cuenta el primero. Se deduce claramente (aunque Tycho Brahe no lo haya
comprendido) que aunque la longitud
del trayecto de una bala arrojada hacia el este y la de otra lanzada hacia el
oeste sean diferentes cuando se miden en el espacio del universo, sin embargo, los trayectos de estas balas sobre la
Tierra son parecidos o casi
parecidos.
Lo que explica por qué la misma
fuerza producida por la misma cantidad de pólvora puede proyectarlas casi a la
misma distancia en direcciones opuestas[8].
De este modo, las objeciones aristotélicas y tychonianas contra el movimiento de la
Tierra son desechadas y Kepler subraya que era un error asimilar la Tierra a un navío en movimiento: realmente la Tierra «atrae magnéticamente» los cuerpos que
transporta, el barco no lo hace en
absoluto. Por eso necesitamos un lazo
material en el caso del navío, lo que
es completamente inútil en el de la Tierra.
No nos detengamos más en este punto; vemos que el gran Kepler, el
fundador de la astronomía moderna, el mismo hombre que proclamó la
unidad de la materia en el universo y afirmó que ubi materia, ibi geometria, fracasó en el
establecimiento de la base de la ciencia física moderna por una sola y única razón: creía que el movimiento era ontológicamente de un nivel de ser más elevado que el
reposo.
Si ahora, después de este breve resumen histórico, nos volvemos hacía
Galileo Galilei, no nos sorprenderemos al verle, también a él, discutir larga,
muy largamente incluso, las objeciones tradicionales de los aristotélicos. Podremos además apreciar la habilidad
consumada con la que en su Dialogo sopra i due massimi sis temí del mondo ordena
sus argumentos y prepara el asalto definitivo contra el
aristotelismo. Galileo no ignora la
enorme dificultad de su empresa. Sabe muy bien que se encuentra frente a
enemigos poderosos: la autoridad, la tradición y –el peor de
todos- el sentido común. Es inútil
alinear las pruebas ante espíritus incapaces de captar su alcance. Inútil, por ejemplo, explicar la diferencia
entre la velocidad lineal y la velocidad de rotación (su
confusión está en la base de las primeras objeciones aristotélicas
y tolemaicas) a quienes no están acostumbrados a pensar matemáticamente. Hay que empezar por educarlos. Hay que proceder lentamente, paso a
paso, discutir y volver a discutir los viejos y los nuevos argumentos, hay que
presentarlos bajo formas variadas, hay que multiplicar los ejemplos, inventar
otros nuevos más contundentes: el ejemplo del caballero que lanza su jabalina
al aire y la vuelve a coger de nuevo; el ejemplo del tirador que tensa su arco
más o menos fuertemente y que da así a la flecha una velocidad más o
menos grande; el ejemplo del arco colocado en un coche en movimiento que
puede compensar así la mayor o menor velocidad del coche por la velocidad
mayor o menor dada a las flechas. Ejemplos innumerables, que uno tras
otro nos conducen –o mejor dicho, conducían a los contemporáneos de Galileo-
a aceptar esta concepción paradójica e inaudita, según la cual el movimiento
es algo que persiste en el ser in se y per se y no exige ninguna causa
o fuerza para esta persistencia. Una
labor muy dura, pues no es natural concebir el movimiento en
términos de velocidad y dirección y no en términos de
esfuerzo (ímpetus) y desplazamiento.
Pero, realmente, no podemos pensar en el movimiento en el sentido
de esfuerzo e ímpetus; podemos sólo imaginarlo. No
debemos, pues, elegir entre pensar e imaginar. Pensar con Galileo o imaginar con el
sentido común. Pues es el pensamiento,
el pensamiento puro y sin mezcla, y no la experiencia y la
percepción de los sentidos, lo que está en la base de la
«nueva ciencia» de Galileo Galilei.
Galileo lo dice muy claramente. Así,
al discutir el famoso ejemplo de la bola que cae de lo alto del mástil del navío
en movimiento, Galileo explica largamente el principio de la relatividad física
del movimiento, la diferencia entre el movimiento del cuerpo con relación a la Tierra
y su movimiento con relación al navío; después, sin hacer ninguna mención de la
experiencia, concluye que el movimiento de la bola con relación al navío no
cambia con el movimiento de este último. Además, cuando su adversario aristotélico,
imbuido de espíritu empirista, le plantea la pregunta: «¿Ha hecho usted el
experimento?», Galileo declara con orgullo: «No, y no necesito hacerlo, y pudo
afirmar sin ningún experimento que es así, pues no puede ser de otro modo»[9].
Así, nessece determina el esse.
La buena física se hace a príori.
La teoría precede al hecho. La experiencia es inútil, porque antes de toda
experiencia poseemos ya el conocimiento que buscamos. Las leyes fundamentales del movimiento (y del
reposo), leyes que determinan el comportamiento espacio-temporal de los cuerpos
materiales, son leyes de naturaleza matemática. De la misma naturaleza que las que gobiernan
las relaciones y leyes de las figuras y los números. Las encontramos y descubrimos no en la
naturaleza, sino en nosotros mismos, en nuestra inteligencia, en nuestra
memoria, como Platón nos lo ha enseñado otras veces.
Y, por esto, como proclama Galileo ante la gran consternación de su
interlocutor aristotélico, es por lo que somos capaces de dar pruebas pura y
estrictamente matemáticas de las proposiciones que describen los «síntomas» del
movimiento y desarrollar el lenguaje de la ciencia natural, interrogar a la
naturaleza mediante experimentos construidos de modo matemático y leer en el
gran libro de la naturaleza, que está escrito en «caracteres geométricos»[10].
El libro de la naturaleza está escrito en caracteres geométricos; la
física nueva, la de Galileo, es una geometría del movimiento, del mismo modo
que la física de su verdadero maestro, el divus
Archimedes, era una física del reposo. La geometría del movimiento a príori, la ciencia matemática de la
naturaleza... ¿cómo es posible? ¿Fueron
por fin refutadas por Platón las viejas objeciones aristotélicas contra la
matematización de la naturaleza? No del
todo. Ciertamente no hay cualidad en el
reino de los números, y es por lo que Galileo –igual que Descartes- se ve
obligado a renunciar a ella, a renunciar al mundo cualitativo de la percepción
sensible y de la experiencia cotidiana y a sustituirlo por el mundo abstracto e
incoloro de Arquímedes. En cuanto al
movimiento, ciertamente no lo hay en los números. Y sin embargo el movimiento –por lo menos el
movimiento de los cuerpos arquimedianos en el espacio infinito y homogéneo de
la ciencia nueva- está regido por los números. Por las leges
et rationes numerorum.
El movimiento está subordinado a los números; incluso el más grande de
los antiguos platónicos, Arquímedes el superhombre, lo ignoraba, y fue a
Galileo Galilei, «este maravilloso investigador de la naturaleza», como le
había denominado su alumno y amigo Cavalieri, a quien le correspondió descubrirlo.
El platonismo de Galileo Galilei es muy diferente del de la Academia
florentina, lo mismo que su filosofía matemática de la naturaleza difiere de su
aritmología neo-pitagórica. Pero hay más
de una escuela platónica en la historia de la filosofía y el problema de saber
si las tendencias e ideas representadas por Jámblico y Proclo son más o menos
platónicas que las representadas por Arquímedes no está aún resuelto.
Sea como sea, no voy a examinar aquí este problema. Sin embargo, debo indicar que para los
contemporáneos y alumnos de Galileo, tanto como para el propio Galileo, la
línea de separación entre el platonismo y el aristotelismo es perfectamente
clara. Creían efectivamente que la
oposición entre estas dos filosofías estaba determinada por puntos de vista
diferentes sobre las matemáticas en tanto que ciencia y sobre su papel en la
creación de la ciencia de la naturaleza.
Según ellos, si se consideran las matemáticas como una ciencia auxiliar
que se ocupa de abstracciones, y por esto tiene menos valor que las ciencias
que tratan de cosas reales, como la física; si se afirma que la física puede y
debe basarse directamente en la experiencia y la percepción sensible, se es
aristotélico. Si, por el contrario, se
quiere atribuir a las matemáticas un valor supremo y una posición clave en el
estudio de las cosas de la naturaleza, entonces se es platónico.
En consecuencia, para los contemporáneos y alumnos de Galileo, como
para el mismo Galileo, la ciencia galileana, la filosofía galileana de la
naturaleza, aparecía como una vuelta a Platón, como una victoria de Platón
sobre Aristóteles.
Debo confesar que esta interpretación parece ser perfectamente
razonable.
[1] Texto de una
conferencia pronunciada en el Palais de la
Découverte el 7 de mayo de 1955 («Les
Conférences du Palais de la Découverte», serie D, núm. 37, París, Palais de la Découverte, 1955, 19
pp.). Anteriormente se había publicado una versión en lengua inglesa de este
texto («Galileo and the scientific
revolution of the XVIIth century», Philosophical Review, 1943,
pp. 333-348).
[3] Cf. Isaac Newton, Philosophiae naturalis principia mathematica; Axio-mata
sive leges motus; lex I: Corpus omne perseverare in statti suo
quies-cendi vel niovendi uniformiter in directuin, nisi quatenus a viris
im-pressis cogítur statum illum mutare.
[4] Cf. P. Duhem, Le systeme du monde, vol. I, pp. 91 ss., París, Hennann, 1915; P.
Tannery «Galilée el les principes de la
dynamique», Mémoires scienüfíques,
vol, VI, París, 1926.
[6] Astronomía nova. AITIOAOTHTOS
seu Physica coelestis tradita comentaritis de motibus stellae Martis, s. 1., 1609.
[8] Siendo el cuerpo inerte por naturaleza, es decir, oponiendo una resistencia al movimiento, Kepler concluye que los cuerpos separados de la Tierra quedarán un poco atrás. Tan poco,
sin embargo, que no podremos darnos cuenta de ello.
[9] En realidad este
experimento constantemente invocado en las discusiones entre partidarios y
adversarios de Copémico, no se hizo nunca.
Más exactamente, sólo lo hizo Gassendi en Marsella en 1642, y quizás
también Thomas Dignes unos sesenta y seis años antes.
[10] Un experimentó es una
pregunta que planteamos a la naturaleza y que debe ser formulada en un lenguaje
apropiado. La revolución galileana puede
ser resumida en el hecho del descubrimiento de este lenguaje, del descubrimiento
de que las matemáticas son la gramática de la ciencia física. Este descubrimiento de la estructura racional
de la naturaleza ha formado la base a priori de la ciencia experimental moderna
y ha hecho posible su constitución.
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