Preguntas a los verdaderos amos del mundo
Pierre Bourdieu
Sería un poco
ridículo para mí tratar de exponer el estado del mundo mediático a individuos
que lo conocen mejor que yo. A personas que se hallan entre las más poderosas
del mundo, con ese poder que no es sólo el del dinero sino el que el dinero
puede dar sobre los espíritus. Ese poder simbólico que en la mayoría de las
sociedades era propio del poder político o económico y hoy está en las manos de
las mismas personas, aquellas que detienen el control de los grandes grupos de
comunicación, es decir, del conjunto de los instrumentos de difusión de los
bienes culturales.
Me encantaría
someter a estas personas tan influyentes a un interrogatorio similar al que
Sócrates planteaba a los poderosos de su tiempo. No estoy en condiciones de
hacerlo, pero de todos modos quisiera arrojar algunas preguntas -que a estas
personas seguramente ni se les ocurren, en especial porque no tienen tiempo-
que remiten todas a una sola: Amos del mundo, ¿acaso ustedes dominan su
dominio? O para decirlo más sencillamente, ¿saben qué es lo que están haciendo
y todas las consecuencias que ello acarrea? Preguntas a las cuales Platón
respondía con una fórmula célebre que sin duda también se aplica aquí:
"Nadie es malvado voluntariamente".
Nos dicen que
la convergencia tecnológica y económica de lo audiovisual, las
telecomunicaciones y la informática y la confusión de las redes hacen que las
protecciones jurídicas se vuelvan completamente inoperantes e inútiles; nos
aseguran que la profusión tecnológica ligada a la multiplicación de los canales
temáticos responderá a la demanda potencial de los consumidores más diversos y
que gracias esta explosión of media choices todas las demandas
recibirán una oferta adecuada; en suma, que todos los gustos conseguirán
satisfacerse. Afirman que la competencia, en especial cuando está asociada al
progreso tecnológico, es sinónimo de "creación". Podría ilustrar cada
una de mis aserciones con decenas de referencias y citas que me harían caer en
la redundancia. (...)
Sin embargo,
también nos dicen que la competencia de los nuevos ingresantes, mucho más
poderosos -que provienen de las telecomunicaciones y la informática- es tan
fuerte que al ámbito audiovisual le cuesta cada vez más resistir; que las cifras
de derechos, en especial en materia de deportes, son cada vez más elevadas; que
todo lo que producen y hacen circular los nuevos grupos de comunicación
tecnológica integrados económicamente -desde publicidades de televisión hasta
libros, películas o juegos televisivos- debe recibir el mismo trato que
cualquier otra mercancía; y que este producto industrial estándar tiene que
obedecer por lo tanto a la ley común, la del beneficio, fuera de toda excepción
cultural sancionada por limitaciones reglamentarias, como el precio único en
los libros o las restricciones de difusión. Nos dicen finalmente que la ley del
beneficio, es decir, la ley del mercado, es claramente democrática, pues otorga
el triunfo al producto plebiscitado por la mayoría.
Deberíamos
confrontar cada una de estas "ideas" no con otras ideas -correríamos
el riesgo de pasar por ideólogos perdidos en las nubes- sino con hechos: a la
idea de la diferenciación y diversificación extraordinaria de la oferta
podríamos oponerle la extraordinaria uniformización de los programas de
televisión; las múltiples redes de comunicación tienden cada vez más a difundir
-a menudo a la misma hora- el mismo género de productos, juegos, soap
operas, música comercial, melodramas sentimentales del tipo telenovela,
series policíacas que da igual que sean francesas, como Navarro, o alemanas,
como Derrick, y tantos otros productos surgidos de la búsqueda de beneficios
máximos con costos mínimos; o, en un ámbito muy diferente, la homogeneización
creciente de los periódicos y, sobre todo, de las revistas semanales.
Otro ejemplo.
A las "ideas" de competencia y diversificación podríamos oponerle la
concentración extraordinaria de los grupos de comunicación. La suma de las
actividades de producción, explotación y difusión desencadena abusos de
posición dominante que favorecen a las películas de la misma empresa: Gaumont,
Pathé y UGC proyectan el 80% de las películas de exclusividad presentes en el
mercado parisino; habría que mencionar también la proliferación de cines
multiplex que incurren en una competencia desdeal con las pequeñas salas
independientes, condenadas a menudo a cerrar sus puertas.
Pero lo
esencial es que las preocupaciones comerciales y en particular la búsqueda del
beneficio máximo a corto plazo se imponen más y más en el conjunto de las
producciones culturales. De esta manera, en la edición de libros -ámbito que he
estudiado de cerca- las estrategias de los editores se limitan a orientarse
inequívocamente hacia el éxito: cuando las editoriales están integradas por grupos
multimedias deben extraer tasas de beneficio muy elevadas.
Es momento de
empezar a plantear preguntas. Hablé de producciones culturales. ¿Acaso se puede
seguir hablando hoy, y se podrá seguir haciéndolo mañana, de producciones culturales
y de cultura? A quienes construyen el nuevo mundo de la comunicación y son
construidos por él les gusta evocar el problema de la velocidad, los flujos de
información y las transacciones que se vuelven cada vez más rápidas; en parte
tienen razón cuando piensan en la circulación de la información y en la
rotación de los productos. Dicho esto, la lógica de la velocidad y del
beneficio que se reúnen en la búsqueda del beneficio máximo a corto plazo
-el rating para la televisión, el número de lectores para los libros y
diarios y la cantidad de espectadores para las películas- me parecen
difícilmente compatibles con la idea de cultura. Como decía Ernst Gombrich, el
gran historiador del arte, cuando las "condiciones ecológicas del
arte" se destruyen, éste y la cultura no tardan en morir.
A modo de
prueba, podría contentarme con mencionar lo que resultó del cine italiano, que
fue uno de los mejores del mundo y que sobrevive sólo gracias a un puñado de
cineastas, o del cine alemán o del de Europa del Este. O la crisis que conoce
en todas parte el cine de autor por la falta, entre otras cosas, de circuitos
de difusión. Y ni hablemos de la censura que los distribuidores pueden imponer
a ciertas películas como la de Pierre Carles, que no por casualidad versaba
acerca de la censura en los medios. O incluso el destino de una radio cultural
como France Culture, uno de los pocos lugares de libertad frente a la presión
del mercado y del marketing editorial, que hoy está entregada a la
liquidación en nombre de la modernidad, el rating y las connivencias
mediáticas.
Pero
únicamente podemos comprender realmente lo que significa la reducción de la
cultura al estado de producto comercial si recordamos cómo se constituyeron los
universos de producción de las obras que consideramos universales en el terreno
de las artes plásticas, la literatura o el cine. Todas las obras expuestas en
los museos, todas esas obras de la literatura que se convirtieron en clásicos,
todas esas películas conservadas en las cinematecas y en los museos del cine
son el producto de universos sociales que se conformaron de a poco, liberándose
de las leyes del mundo ordinario y en particular de la lógica del beneficio.
Pensemos en el siguiente ejemplo: el pintor del quattrocento tuvo que
luchar contra los apoderados para que su obra dejara de ser tratada como un
simple producto y evaluada en función de la superficie pintada y de los colores
empleados; debió pelear para obtener el derecho de firmar, es decir, el derecho
de ser tratado como un autor; debió combatir por la singularidad, la unicidad,
la calidad y gracias a la colaboración de los críticos, biógrafos y profesores
de historia del arte se impuso como artista, como "creador".
Pero todo esto
es lo que se encuentra hoy amenazado por la reducción de la obra a un mero
producto o mercancía. Las luchas actuales de los cineastas por el final cut
y contra la pretensión del productor de retener el derecho final sobre la
obra son el equivalente exacto de los esfuerzos del pintor del quattrocento.
Fueron necesarios casi cinco siglos para que los pintores obtuvieran el derecho
de escoger los colores empleados, la manera de emplearlos, y luego el derecho
de elegir el tema, en especial haciéndolo desaparecer, con el arte abstraco,
para gran escándalo del apoderado burgués. Asimismo, para tener un cine de
autor hace falta todo un universo social, pequeñas salas y cinematecas que
proyecten películas clásicas y que sean visitadas por los estudiantes,
cineclubs dirigidos por profesores de filosofía formados por la frecuentación
de dichas salas, críticos bien preparados que escriban en los Cahiers du
cinéma (Revista de cine), cineastas que hayan aprendido su oficio viendo
películas que reseñaban en esos Cahiers, en fin, todo un medio social
en el cual un cierto tipo de cine sea reconocido como valioso.
Estos
universos sociales están bajo amenaza por la irrupción del cine comercial y el
dominio de los grandes difusores, con los cuales deben contar los productores
-salvo cuando éstos también trabajan de difusores-: son la culminación de una
larga evolución y hoy se hallan en un proceso de involución.
Presenciamos una regresión de la obra al producto, del autor al ingeniero o al
técnico que utiliza los famosos efectos especiales o acude a grandes estrellas,
recursos extremadamente costosos, para manipular o satisfacer las pulsiones
primarias del espectador, pulsiones a menudo anticipadas gracias a las
investigaciones de otros técnicos: los especialistas en marketing. Y
sin embargo sabemos todo el tiempo que hace falta para crear creadores, es
decir, espacios sociales de productores y receptores en el interior de los
cuales aquellos puedan aparecer, desarrollarse y tener éxito.
Reintroducir
el reino del comercio y de lo "comercial" en universos que muy
lentamente se habían construido contra él es poner en peligro las obras más
altas de la humanidad, el arte, la literatura e incluso la ciencia. No creo que
alguien realmente pueda desear eso. Por tal razón al comienzo recordaba la
célebre fórmula platónica: "Nadie es malvado voluntariamente". Si las
fuerzas de la tecnología aliadas con las fuerzas de la economía, la ley del
beneficio y de la competencia amenazan la cultura, ¿qué podemos hacer para
contrarrestarlas? ¿Qué podemos hacer para fotalecer las chances de aquellos que
sólo pueden existir en los plazos largos, aquellos que, como los pintores
impresionistas de otro tiempo, trabajan para un mercado póstumo? Me refiero a
los que se esfuerzan para que sobrevenga un nuevo espacio, en oposición a
quienes se someten a las exigencias del mercado actual y reciben beneficios
inmediatos, materiales, económicos o simbólicos (premios, condecoraciones o
renombre académico).
La elección no
es entre la "globalización", es decir, la sumisión a las leyes del
comercio y en consecuencia al reino de lo "comercial" -que siempre se
distingue de lo que casi universalmente se entiende por cultura- y la defensa
de las culturas nacionales o tal o cual forma de nacionalismo o localismo
cultural. Los productos kitsch de la "globalización"
comercial, la película de entretenimiento con efectos especiales o incluso la world
fiction cuyos autores pueden ser italianos o ingleses, se contrapone a los
productos de la internacional literaria, artística y cinematográfica cuyo
centro está en todas partes y en ninguna, aun si por mucho tiempo se halló en
París, Londres o Nueva York, sedes de una tradición nacional de
internacionalismo artístico. Así como Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett o
Gombrowicz, productos puros de Irlanda, Estados Unidos, Checoslovaquia o
Polonia florecieron en París, muchos cineastas contemporáneos como Kaurismaki,
Manuel de Olivera, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami -y tantos
otros- deben sus logros a esa internacional literaria, artística y
cinematográfica situada en París. Sin duda porque allí, por razones
estrictamente históricas, ese microcosmos de productores, críticos y receptores
informados que resulta tan vital se constituyó hace mucho tiempo y pudo
sobrevivir hasta hoy.
Insisto: lleva
muchos siglos crear productores que trabajen para mercados póstumos. Colocar
por un lado una "globalización" supuestamente vinculada al poderío
económico-comercial, al progreso y la modernidad y por otro un nacionalismo
atado a formas arcaicas de conservación de la soberanía no ayuda a comprender
el problema. En realidad presenciamos una lucha entre una potencia comercial
que pretende expandir universalmente los intereses particulares del comercio y
de sus amos y una resistencia cultural basada en la defensa de las obras
universales producidas por la internacional desnacionalizada de los creadores.
Quisiera
terminar con una anécdota histórica también ligada a la cuestión de la
velocidad y que en mi opinión señala bastante bien las relaciones que un arte
liberado de las presiones del comercio podría mantener con los poderes
temporales. Se cuenta que Miguel Angel empleaba tan pocas formas protocolares
en su vínculo con el Papa Julio II, su apoderado, que éste se veía obligado a
sentarse muy rápido para impedir que Miguel Angel se sentara antes que él. En
cierto sentido, podría decir que aquí he intentado perpetuar, muy modestamente,
pero con total fidelidad, la tradición inaugurada por Miguel Angel:
distanciarse de los poderes y muy especialmente de esas nuevas fuerzas que se
apoyan en el dinero y en los medios.
Texto publicado en Le Monde (14 de octubre
de 1999) y en
Libération (13 de octubre de 1999)
Libération (13 de octubre de 1999)
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