Sábado, 11 de febrero de 2012
Thomas S. Kuhn y la
primera edición de ‘La estructura de las revoluciones científicas’.
Los paradigmas
que ya no son
Por Rodolfo Gaeta *
Algunas palabras tienen una curiosa
historia. En sus cautivantes Lecciones
Preliminares de filosofía, Manuel García Morente refiere cómo el término
“trascendental” –un complejo concepto filosófico vinculado con la teoría del
conocimiento de Kant– llegó a ser sinónimo de “muy importante” en la lengua castellana.
Cuenta el autor que en la España de
fines del siglo XIX algunos oradores familiarizados con el pensamiento de Kant
y partidarios del gobierno republicano empleaban la palabra “trascendental”,
entendida en su genuino sentido; pero cuando otros políticos, carentes de
formación filosófica, trataban de imitarlos, y dado que esa palabra suena
importante, comenzaron a utilizarla, precisamente, como un adjetivo que
denotaba importancia. En virtud de ese
malentendido, el vocablo adquirió un significado completamente apartado del
original. Confieso que nunca pude
imaginarme de qué manera una palabra tan técnica como “trascendental” encontró
alguna vez lugar apropiado en un discurso político, pero de todos modos, a
falta de otra explicación, doy por cierta la narración.
El paradigma
Análogos fenómenos ocurren en nuestra
época. Un caso muy destacado, sin duda,
es el que ha protagonizado el término “paradigma”. Lo pronuncian los intelectuales, los
políticos, los redactores de anuncios publicitarios, los periodistas deportivos,
en fin, muchos usuarios de diferentes idiomas. Cualquier cambio que se quiera destacar,
aunque se trate del formato de un asiento de bicicleta, se presenta como “un
cambio de paradigma”. El tema merece
algunas reflexiones, sobre todo porque –en contraste con lo acontecido con la
palabra “trascendental”, por ejemplo– las confusiones en torno al concepto de
paradigma aparecen por doquier y son frecuentes incluso en el ambiente
académico.
La etimología nos remonta a la antigua
lengua griega, en cuyo ámbito “paradigma” significaba “ejemplo, modelo”. Adquirió más tarde un sentido técnico en la
lingüística, un modo de referirse a expresiones que ilustran el uso de un
conjunto de componentes del lenguaje. Así, por caso, el verbo “amar” es el paradigma
de la primera conjugación en castellano.
Thomas S. Kuhn, el autor que echó a rodar
el término, sugiere que se inspiró en este último sentido cuando eligió la
palabra “paradigma” como instrumento para analizar el desarrollo de las
ciencias. Aquí la historia del término
se entrecruza con los avatares de la vida de Kuhn. Poco después del fin de la Segunda Guerra
Mundial, mientras estudiaba física, se le pidió que les diera un curso de
historia de la ciencia a los estudiantes de humanidades. En esas circunstancias, vivió dos experiencias
que encaminaron su concepción acerca de la ciencia. Una de ellas fue la dificultad que encontró en
un principio para comprender cómo mentes de la talla de Aristóteles pudieron
adoptar creencias que en la actualidad parecen completamente inverosímiles. La otra fue el contraste entre el
comportamiento habitual de quienes investigan los fenómenos naturales, por un
lado, y los científicos sociales, por el otro. Los primeros comparten, durante períodos a
veces muy dilatados que Kuhn denominará “etapas de ciencia normal”, un
determinado vocabulario y una serie de creencias, valores y métodos propios de
su disciplina, de manera que sólo se ocupan de resolver problemas acotados; en
algunas ocasiones, sin embargo esta posibilidad de crecimiento acumulativo
parece agotarse y surgen condiciones propicias para que se produzca una
revolución, una reacomodación radical del lenguaje y demás ingredientes de esa
rama del conocimiento que iniciará un nuevo ciclo de ciencia normal. Los científicos sociales, en cambio, carecen
de tales elementos unificadores, sus comunidades se hallan fragmentadas,
envueltas en permanentes desacuerdos de todo tipo. Se encuentran aún, diría Kuhn, en una etapa
pre-científica.
Kuhn se convenció de que había hecho un
importante descubrimiento. En su
opinión, la tradicional creencia de que el conocimiento científico es el
resultado de la aplicación de métodos fundados en el razonamiento y las
observaciones no se ajusta a la historia de la ciencia. La continuidad de las hipótesis ptolemaicas
o la adopción de la propuesta copernicana, por ejemplo, no podía
resolverse apelando solamente a las observaciones o la lógica. Se requería, fundamentalmente, la elección de
un punto de vista y la exclusión de otro. Los copernicanos percibían un mundo diferente
del que veían los partidarios de Ptolomeo, del mismo modo que en un dibujo
ambiguo una persona reconoce inmediatamente la figura de un pato mientras otra
percibe la de un conejo. Los ptolemaicos
han aprendido a examinar el cielo y resolver las cuestiones astronómicas bajo
el supuesto de que la Tierra permanece estática. Y abandonar esa manera de proceder para
adoptar la posición contraria exige una conversión mental. Asimismo, a fin de sortear la dificultad que
Kuhn debió enfrentar, el historiador de la ciencia debe poder experimentar una
especie de conversión retrógrada para poder ver el mundo con ojos
aristotélicos. Estos procesos son el
resultado de la acción de una constelación de factores que influyen en el surgimiento,
la difusión, la persistencia y, tarde o temprano, el reemplazo de un enfoque
determinado. Y Kuhn necesitaba darle un
nombre que no estuviera asociado a la doctrina de ningún otro filósofo de la
ciencia. Se inclinó por otorgar un nuevo
significado a la palabra “paradigma”. Así, pues, una disciplina se constituye como
ciencia a partir del momento en que una comunidad de expertos comienza a
regirse por un paradigma, gracias al común reconocimiento de cierto logro; por
ejemplo, una teoría que permite explicar adecuadamente los fenómenos celestes. La nueva acepción del término vio la luz en La
estructura de las revoluciones científicas, de cuya aparición se cumplen 50
años. Kuhn sostenía que los paradigmas
son incompatibles e inconmensurables entre sí: no hay un lenguaje común que
posibilite la completa comunicación entre científicos partidarios de distintos
paradigmas, ni posibles experiencias o argumentos que permitan resolver sus
diferencias.
Las revoluciones
El destino de aquella obra ha sido, por
cierto, bastante singular y en muchos aspectos no menos paradójico. En primer lugar, contra lo que cabría esperar
de un libro que supuestamente iba a herir de muerte a la filosofía de la
ciencia vigente, mereció consideración inicial porque fue publicado en la
colección de la Enciclopedia de la Ciencia Unificada, el órgano de difusión
creado por los miembros del Círculo de Viena, y gracias a la recomendación de
Rudolf Carnap, uno de los más consecuentes representantes del empirismo lógico.
Esta circunstancia revela no solamente
la honestidad intelectual y la apertura de los editores sino también una clave
para valorar las contribuciones de Kuhn. Creo que, contrariamente a las expectativas
del propio autor, algunos destacados empiristas no encontraban en ellas la
ruina de su tradicional programa sino, en todo caso, una apreciable
complementación de los análisis que habían emprendido. La posterior evolución del pensamiento de
Kuhn, así como la reciente revalorización de los aportes de los filósofos pre-kuhnianos,
indica que las diferencias entre Kuhn y sus predecesores es menos espectacular
que la apariencia. Baste recordar que
las tesis de la carga teórica de la observación, el papel de la teoría en la
recolección de datos o los componentes convencionales de la ciencia,
presentadas a menudo como la refutación del empirismo, no fueron introducidas
ni por Kuhn, ni por Hanson ni por ninguno de los exponentes de la “nueva
filosofía de la ciencia”. Aparecen ya en
las obras de Bacon, de Comte, y sobre todo en las de Mach, Carnap y Popper,
entre otros.
Pero si algunos autores pasaron por alto la
falta de rigor de Kuhn y hasta toleraron manifiestas contradicciones –como la
de afirmar y después negar que los científicos que trabajan en diferentes
paradigmas viven en mundos distintos– otros lo rechazaron. Una de las dificultades surgía a propósito del
significado del término “paradigma”. Margaret
Masterman encontró en sus páginas al menos veintiún sentidos diferentes de ese
vocablo. Otro concepto sumamente
problemático era el de la inconmensurabilidad. No se entendía cómo los científicos que han
sido formados dentro de un mismo paradigma, los galileanos y sus rivales, por
ejemplo, pueden perder de pronto la capacidad de comunicarse entre sí. Menos comprensible y más paradójica aun era la
posibilidad de que los historiadores y los filósofos de la ciencia lograran
transponer las barreras de la inconmensurabilidad para examinar cualquier
paradigma, por lejano que les resultara en un principio.
Las tesis de Kuhn debían enfrentar también
otra clase de dificultades. Por un lado,
la desvalorización de la razón y de la contrastación empírica, que ceden su
lugar a factores históricos, psicológicos o sociales durante los episodios
revolucionarios, equivale a defender una concepción extremadamente irracionalista
de la ciencia, oscurecer la posibilidad de diferenciarla de otras actividades y
abandonar la esperanza de que produzca un verdadero progreso. Por otro lado, si la tarea desarrollada a lo
largo de los períodos de ciencia normal, es decir, durante la mayor parte del
tiempo, está determinada por el paradigma reinante, la historia de la ciencia
parece resumirse en una sucesión de decisiones arbitrarias intercaladas entre
dilatadas etapas de profundo dogmatismo. Se entiende, entonces, por qué los que
atribuían a la ciencia un esencial y permanente ejercicio de la crítica, como
Popper, rechazaran el autoritarismo encarnado en la ciencia normal...
La respuesta de Kuhn consistió en negar que
fuera irracionalista o subjetivista y para mostrarlo reelaboró sus argumentos. Esa tarea le insumió el resto de su vida. Pero murió sin llegar a finalizar el libro que
prometía una versión definitiva de su doctrina. De todos modos, en las siguientes
publicaciones introdujo cambios. Sostuvo
que los distintos significados del término “paradigma” podrían reducirse a dos:
en un sentido amplio, entendido como una matriz disciplinar compuesta por
generalizaciones simbólicas (leyes o definiciones), modelos, valores y
presuposiciones metafísicas; en un sentido más acotado, concebido como
ejemplares, modelos de problemas y soluciones desprendidos de aquella matriz
que guían a una comunidad científica durante los períodos de ciencia normal.
Los seguidores
Pero mientras Kuhn se esforzaba para
responder a sus críticos, fue surgiendo una legión de simpatizantes que se
entusiasmaron con las interpretaciones menos sensatas de su posición. Lo confirma el comentario de un colega vienés
del autor de La estructura...: “Kuhn alienta a personas que no tienen
idea de por qué una piedra cae al suelo a hablar con seguridad acerca del
método científico”. Si el lector de
estas líneas piensa que quien profirió semejante sentencia fue Popper o algún
malhumorado y decrépito sobreviviente del Círculo de Viena, está equivocado. Las palabras pertenecen nada menos que a Paul
Feyerabend, el enfant terrible de la filosofía de la ciencia.
En efecto, la deliberada informalidad del
lenguaje de La estructura..., la amenidad del relato, la vaguedad de sus
ideas y su simpática actitud iconoclasta atrajeron a un variado público que
experimentaba la sensación de comprender por fin en qué consiste la tarea
científica y, en muchos casos, daba rienda suelta a la oportunidad de sortear
el incómodo respeto que la ciencia pretendía imponer. Solamente así se explica que un libro
encuadrado en una disciplina hasta ese momento reservada para laboriosos
eruditos se convirtiera en un best seller, traducido a dieciséis idiomas
y con un millón de ejemplares vendidos. En
terrenos cercanos a la actividad académica despertó simpatías que originaron
dos tendencias.
Por un lado, el menoscabo del papel de la
experiencia y el razonamiento en las decisiones científicas y la importancia
que se atribuía a otros factores –los psicológicos y los sociales, por ejemplo–
extremaron un enfoque que Kuhn parecía haber habilitado pero nunca desarrolló:
disolver la filosofía de la ciencia en la sociología –el caso de Barnes y
Bloor– o aun en la curiosa etnografía de la ciencia –el caso de Latour–. Pero los que celebran estos ensayos no parecen
tener seriamente en cuenta una dificultad que amenaza desde siempre a los
relativistas.
Si aceptar una teoría científica no depende
de su plausibilidad ni del resultado de experimentos sino de las relaciones de
fuerza y los intereses de los miembros de una comunidad científica, la validez
de las hipótesis queda fuertemente comprometida. Mas esta conclusión se vuelve contra sí misma:
porque la historia, la psicología y la sociología que la avalan serían tan poco
confiables (si no menos) que las ciencias naturales y no habría ningún motivo
para tomarlas por verdaderas. Peor que
una victoria pírrica, esta forma de kuhnianismo desemboca en un
colectivo suicidio intelectual.
Otra tendencia fue la creación de un nuevo
deporte epistemológico: la caza de paradigmas. Animados por el impiadoso retrato que parecía
desalojar las ciencias naturales del pretendido pedestal de la objetividad,
quienes no estaban dispuestos a desaprovechar la oportunidad que les brindaba
Kuhn dejaron de lado la idea de que las ciencias sociales poseen métodos
completamente diferentes de los que usan las ciencias naturales y pasaron a
sostener que ambos tipos de ciencia comparten las mismas características: se
desenvuelven gracias a los paradigmas. Procuraron
entonces identificar los paradigmas correspondientes a las ciencias sociales, a
fin de igualarlas con las naturales. Sin
embargo, esa empresa chocaba con un grave defecto de nacimiento, pues mientras
en las ciencias naturales generalmente se encuentran creencias y métodos
ampliamente compartidos por los investigadores de una disciplina, esto no
sucede en las ciencias sociales. La
solución que encontraron fue candorosamente sencilla. Postularon que en una disciplina social es
usual que coexistan varios paradigmas. Así,
por ejemplo, los marxistas, los keynesianos y la escuela de Chicago podrían
desarrollar paradigmas simultáneos en la ciencia económica. Pero esto contradice irremediablemente las
suposiciones de Kuhn y priva de legitimidad al uso del concepto de paradigma. En la situación típica, para que algo pueda
funcionar como un paradigma, es necesario que haya derrotado a los demás
competidores y monopolice las prácticas de la comunidad científica.
Así, al tiempo que se hacía más popular,
Kuhn debía defender su concepción de la ciencia en varios frentes. Por un lado, responder las objeciones de los
filósofos que no encontraban coherentes o satisfactorios sus análisis. Por otro lado, se veía obligado a alejarse del
intento de convertir la filosofía de la ciencia en una rama de la sociología y
de la tergiversación de sus ideas que hacía lugar a pretensiones tan
insostenibles como la coexistencia de varios paradigmas en una misma
disciplina. Declaró que no compartía en
absoluto aquellos intentos porque nunca pretendió poner en duda la autoridad
del conocimiento científico. Sus
publicaciones evidencian una posición cada vez más moderada. Presentan las revoluciones científicas como el
surgimiento de nuevas especialidades más que como episodios dramáticos. La inconmensurabilidad queda restringida a la
incompatibilidad de algunos términos y no constituye una barrera infranqueable.
Con razón John Horgan ha descripto a
Kuhn como un “revolucionario renuente” mientras que Newton Smith lo comparó con
los revolucionarios que luego se convierten en socialdemócratas.
A esta altura cabe preguntarse: ¿Y qué
sucedió con los paradigmas? Kuhn
reconoció que el término, como los personajes de Pirandello, se le había
escapado de las manos. Y se había
vaciado completamente de sentido. Entonces,
renunció explícitamente a seguir utilizándolo. Aunque de vez en cuando cedía y, quizá con la
nostalgia del hombre maduro que recuerda un perdido amor juvenil, volvía a
recordar “lo que alguna vez llamé un paradigma”.
* Filósofo, profesor titular
de Historia y de Filosofía de la ciencia (UBA).
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